Irantzu Varela. | | EL DÍA

Míriam Hatibi. | | EL DÍA

Es obvio que el acoso en redes no es patrimonio exclusivo de las mujeres, ya que hay otras personas que también lo padecen, pero sí es cierto que el hostigamiento a figuras con cierta proyección pública, ya sean políticas, periodistas, activistas o artistas, va asociado a munición sexista a menudo altamente virulenta. En 2018, un estudio de Amnistía Internacional reveló que el 41% de las usuarias de Twitter entrevistadas había sentido en alguna ocasión que su integridad física peligraba.

La última tormenta documentada que se cernió sobre Itziar Castro fue a propósito de la publicación, el pasado mes de septiembre, de un desnudo artístico. Ella, familiarizada con el insulto y el bullying desde pequeña, sabía bastante bien que la imagen “iba a cabrear” a sus hordas de haters, tan previsibles ellos siempre en sus fobias.Y, por supuesto, no falló en el pronóstico. “Cuando vives fuera de la norma o de lo que se considera lo correcto recibes un acoso constante por parte de aquellos a los que directamente les molesta tu mera existencia”. En su caso, explica, los reproches siempre suelen “disfrazarse” tras la mascarada de la salud. Que si el sobrepeso la va a matar, que como puede mostrarse siendo “tan insana”, que si está costando mucho dinero a la sanidad pública. Cabe decir que desde el flanco hardcore se le ha llegado a decir que no se puede ni suicidar porque sus kilos harían romper la soga de la que se debería colgar. “Más allá de eso, sin embargo, lo que en realidad están diciendo es que estarían muy contentos si yo me quedara en casa y desapareciera, porque lo que les molesta es que ejemplifique que se puede ser feliz siendo diferente”. Las diferencias de Castro son varias. Está la talla, sí, pero también figura el discurso político y la orientación sexual. “Tengo varios frente abiertos y por todos ellos te atacan”, asegura con ironía. Sin embargo, afirma que la hostilidad, vieja conocida suya, no le hace recular. “Al contario, en lugar de restarme, me suma, porque cuanto más me dicen que una cosa no debo hacerla, más ganas tengo de mostrarme como soy: desnuda, gorda, lesbiana y feminista”. ¿Y su mejor antídoto para conseguir hacer frente al acoso? Echar luz sobre los hostigadores. “Cuanto más visibles se hacen, más fácil resulta combatir el odio”.

Hará algo más de un año que la periodista y activista feminista Irantzu Varela vivió una época “terrible” incluso para ella, tan “acostumbrada a la amenaza y el insulto diario” desde que en el año 2015 se estrenó en el charco del odio: fue colgar su primer vídeo en Youtube y recibir su primera amenaza de muerte. El caso es que en octubre del año pasado su lugar de trabajo amaneció con pintadas con su nombre y apellido que venían a decir aquello de que “sabemos dónde estás”. Y, al mismo tiempo, su número de móvil apareció publicado en Twitter, donde permaneció durante semanas ante la imposibilidad de poder borrarlo. Aquello, imaginarán, fue un festival de barbaridades: la suplantaron en páginas de contactos sexuales y su móvil se convirtió en destinatario de todo tipo de llamadas, fotos de penes e imágenes “salvajes” de pornografía infantil. Pasar del hostigamento en Twitter al acoso tanto a pie de acera como a través del teléfono móvil supuso, admite, un salto de escala. “Todo coincidió en el tiempo, no sé si darles el mérito de que fuera un plan bien diseñado y ejecutado, pero creo que está claro que tras el hostigamiento hay dinero, organización y objetivos políticos. La violencia machista es disuasoria, porque con ella nos intentan acallar a todas”. Cuando denunció los hechos comprobó con asombro el desconocimiento mayúsculo de la policía sobre el asunto. Y aunque le afecta comprobar cuánto odio genera, también asegura que el apoyo y el afecto recibido por las compañeras le ha ayudado a no recular ni un solo centímetro. “No soy valiente ni osada, pero el miedo no es algo que me pueda permitir. Siento que formo parte de un proyecto colectivo y, para mí, decir lo que pienso es un acto político y vital”.

A estas alturas de convivencia con el insulto y el acoso, la activista y consultora de comunicación Míriam Hatibi tiene clara la ecuación. “Cuanto más visible eres, más violento es el ataque”. Tras algunos años viviendo en primera línea el fenómeno, Hatibi, activista feminista y antirracista, distingue entre aquellos perfiles que tienen una fijación asfixiante con su figura pública y cuyo objetivo, señala, es que “dejes de opinar”, y los chaparrones que a menudo llegan procedentes de cuentas que “hasta ese momento quizá ni sabían que existías” pero que con toda probabilidad se “han coordinado en el seno de otrpos foros en los que se ha pasado un pantallazo de algún tuit que has hecho”. En su caso, los insultos recurrentes sobre la sexualidad, la capacidad o la apariencia física se alternan, sobre todo, con los derivados de su origen migrante y su confesión religiosa. “Suelen decirme si ya he pedido permiso a mi padre o mi marido para opinar, jugando la carta de la presunta opresión femenina de la cultura islámica”. Tanto es así, dice, que cuando detecta que un tuit suyo se está viralizando cambia su foto de perfil, en la que aparece con velo, por una más genérica para evitarse el “asedio que, si no, llegaría por ese frente”. Los mayores detonadores del trolleo contra cuentas de personas significativas a gran escala afirma, suelen ser denuncias concretas sobre los privilegios que reporta mantener actitudes como el machismo o el racismo. Y aunque, admite, el hostigamiento le ha pasado factura emocional y en ocasiones también le ha llevado a la autocensura de sus opiniones, cree que el mejor cortafuegos es el apoyo mutuo con otras activistas y el colchón afectivo que le brindan “las amistades de toda la vida”.