Primero fue el fuego, un incendio que se aprovechó del calor acumulado en los árboles, las plantas, las casas y graneros: California en llamas. Después la furia del viento y la lluvia abatieron la Costa Este. Como si la Tierra, molesta con el ser humano, lo castigara con su cólera. Los ecologistas nos lo advierten. Y proclaman: salvad al planeta Tierra. Me gusta que se llamen catástrofes naturales, aunque estén causadas, o facilitadas, por el ser humano. Porque somos naturaleza, como las plantas, los insectos, como los microbios y los elefantes. Y, como ellos, vivimos de explotar la Tierra, de extraer su energía provocando, inevitablemente, el caos. Eso dicen los físicos: el orden produce desorden en el entorno. Y el ser vivo es algo, podríamos decir, contra natura, contra la tendencia al caos, aquel lugar primigenio de donde procede todo.

El ser humano apareció en la Tierra hace poco. Uno de los más complejos y a la vez más frágiles. Para estar vivo precisa mucho, cada vez más, y eso es lo que hace: depreda. Cuando éramos pocos, no hace tanto, apenas influíamos en el medio. Pero ahora somos los mamíferos más extendidos, nuestra biomasa supera con creces la de cualquier otro: necesitamos mucha energía. Además, no nos basta con comer y beber. Como seres sociales, triunfadores en ese aspecto, necesitamos mucho más. Si hubiéramos quedado como cazadores recolectores nuestra especie apenas tendría impacto en la Tierra: seríamos pocos y poco exigentes. Ellos, se dice, no eran menos inteligentes que nosotros: al contrario, su cerebro, algo más grande, quizás apunte a que lo eran más. Antropólogos y paleontólogos nos dicen que eran más felices. Son especulaciones. La revolución del Neolítico, que supongo fue lenta y desigual, produjo un encadenamiento: al capricho de la tierra y el clima y a las instituciones. Podríamos decir, con reservas, que un microbio -la vida más simple y, por cierto, muy eficaz- sería el análogo de un grupo familiar de cazadores recolectores. La complejidad, y los mecanismos de control y estabilización, aumenta a medida que las células se agrupan en organismos. El ser humano emerge como uno de los más complejos. A pesar de ello, tiene gran capacidad de adaptación, sobrevive en ambientes muy dispares. Esa fortaleza es también fragilidad. Su historia de éxito como especie es paralela a la creación de organizaciones más amplias con lazos de conexión menos evidentes. Crea un supraorganismo, la sociedad actual, que se sustenta apoyada en fórmulas inimaginables hace 40.000 años. Aquel ser frágil, que nace indefenso, que vive años de extrema vulnerabilidad y que ya adulto solo tiene para defenderse la habilidad y fuerza con que puede arrojar objetos y acertar en el objetivo, creció como especie gracias a su capacidad de crear organizaciones sociales eficaces, flexibles, adaptables, fluidas. Pero a la vez, como él mismo, por su tamaño y complejidad, son frágiles.

Hemos cumplido el precepto bíblico: creced y multiplicaos. Y como reyes de la creación nos hemos adueñado de ella, o casi. Porque ahí están las consecuencias de nuestra insaciable depredación: una atmósfera frágil e inestable para nuestras condiciones de vida que amenaza nuestra supervivencia. Y un recuerdo de nuestra vulnerabilidad: el ser, si así se le puede llamar, más elemental entre los vivos ha conseguido doblegarnos.

El objetivo no debe ser salvar el planeta Tierra. Quizá nos hayamos convertido en una plaga, una máquina devastadora muy eficaz. Una más de las que amenazan la estabilidad del planeta. Como los meteoritos, los terremotos, los volcanes, las glaciaciones€ Fenómenos que denominamos naturales que en diferentes momentos cambiaron radicalmente la vida en la Tierra. La cambiaron, no la extinguieron. El ser humano es ahora el que acelera los cambios y da lugar a una nueva era geológica que llamamos antropoceno, porque somos nosotros los protagonistas. Un protagonismo que nos puede resultar caro.

Cuando se dice "salvar el planeta Tierra", cuando los ecologistas denuncian la depredación de especies y territorios, creo que se evidencia la visión antropocentrista. Que es la que debemos tener. No es por amor a la Tierra, es por amor a nuestra especie. Uno tiene que procurar mantenerse vivo y procrear y solo así como especie sobreviviremos. Hay que ser tan egoísta como convenga para nuestro beneficio. Así que salvar el planeta Tierra precisa un apellido: el planeta Tierra que sea favorable a la especie humana.

Los casi 8.000 millones de seres humanos apenas significamos nada en términos de biomasa: solo el 0,01% del total. En ese ámbito dominan las plantas: el 70%. Le siguen los microbios: el 13%. Basten esas dos cifras para demostrar que lo más primitivo es lo que más vive. Es verdad que como mamíferos somos los más abundantes: el 36%. A eso hay que añadir una extensión nuestra: los animales domésticos, que constituyen el 60% de todos los mamíferos. Los salvajes, el 4%. Está claro que ser mamífero es difícil.

No hace falta que el universo se arme para destruirnos, somos frágiles cañas pensantes: ¿utilizaremos esta facultad conseguir que el planeta Tierra nos siga acogiendo?