Hubo un tiempo en el que ser español en Londres suponía un riesgo añadido. Mucho antes de que las oficinas de la City se llenaran de recién graduados en la pluriuniversidad española y camareros con título de ingeniería. Una época en la que los enemigos se batían en el campo de batalla y no en los mundiales de fútbol cada cuatro años. De aquel siglo XVI apasionante queda el orgullo de haber sometido a Inglaterra a la voluntad de lo decidido en un despacho de El Escorial. Felipe II cumplió su papel con el mejor castigo: no es que fuera solamente el rey que dominase los mares y la tierra del mundo, sino que también fue monarca inglés durante cuatro años. Hoy cuelga de una sala de la Cámara de los Lores un cuadro del rey español, trasunto de un tiempo pasado en el cual los ingleses no aspiraban a ser más que piratas.

El viajero que se deja llevar por Londres saca la honrilla (que no llega a honra) de conocer la historia mucho más que los londinenses. Llegará a Trafalgar Square y mirará la columna del almirante Nelson. Nunca es fácil visitar los monumentos que hablan de derrotas. Sobre todo si son propias. El visitante español se encuentra en el otro lado del tablero. Toca admirar y aprender la dialéctica del triunfo. Pero en Trafalgar no existe el recochineo. Es algo mucho más sutil y doloroso. Lo que se celebra en Trafalgar Square no es la victoria contra la marina española, sino la humillación que impuso Nelson a Napoleón. El silencio es peor que la derrota. España no dejaba de ser un actor secundario, pero puso la cena y la cama. Tras la batalla de Trafalgar, España se quedó sin flota para mandar a las Indias y en pocos años los países americanos se fueron independizando sin casi oposición. Un dato tan doloroso en la historia española queda sepultado por los leones que protegen la columna de Nelson. Están forjados con el metal de los cañones capturados en la batalla.

Al fondo, en la National Gallery, al menos se puede disfrutar del cuerpo sensual de la Venus de Velázquez. Es uno de los cuadros más sutiles que el viajero ha visto en su vida. Dicen que la modelo que posó desnuda fue amante del pintor en su época italiana. La pintura está rodeado de incógnitas. Durante la Guerra de Independencia, pasó de estar colgada en el Palacio de Buenavista de Madrid a ser robada por los ingleses. Dicen que se vendió por quinientas libras. Curiosa forma de comprar. En tiempos de guerras, las pinturas no entienden de trincheras. Ya en el siglo XX, una sufragista rajó el lienzo con un hacha de carnicero para protestar por la detención de una compañera. El pobre Velázquez hubiese deseado una historia menos alborotada para su amante italiana.

Más allá de los pequeños traumas personales que el viajero asume, Londres es una nueva Babilonia. En sus calles conviven cientos de culturas. Es una ciudad de exiliados e inmigrantes. La metrópoli recoge su pasado colonial y ofrece cobijo a cientos de miles de indios y paquistaníes, de africanos que llevan varias generaciones mezclando los genes británicos de multiculturalidad. Y también de europeos del sur que aspiran a realizar un oficio que en sus países se les niega. En Londres, la exuberancia de sus palacios se mezcla con el barrio chino. Los carteles luminosos de Piccadilly no alumbran la ciudad moderna, sino el pleno corazón histórico, una entramado de calles donde los bares cierran tarde y se escucha la mejor música del mundo.

Nadie la describió mejor que Borges en su Aleph. Dijo el bonarense que la ciudad parecía un laberinto roto y es la sensación exacta que sentimos al recorrerla. La capital inglesa combina en su justa medida la elegancia de una urbe histórica con la modernidad arquitectónica. No encontrará el viajero la elegancia de París ni la grandeza de Roma, porque Londres es otra cosa y no necesita modelos a seguir. Se basta con sus avenidas grandes, cortadas por barrios de calles estrechas de reformulación urbanística. A un paso de Hyde Park, un territorio dominado por las ardillas y los zorros, Notting Hill es un remanso de buen gusto, no siempre tan presente en el urbanismo londinense. Hasta allí llega el viajero para pasar la mañana. Las casas mantienen la esencia londinense, las edificaciones adosadas con un minúsculo jardín donde los habitantes desayunan a la luz pálida de los veranos. Pero el ambiente va ganando relevancia. Entre las casas hay tiendas de discos de segunda mano y librerías. En Londres, el espíritu de la década de los sesenta, cuando la música de los Beatles marcaba el ritmo, permanece no solamente como un recuerdo. Al lado, librerías de dos pisos con libros en varios idiomas, conjugando los autores clásicos con las últimas novedades, y restaurantes que llaman al mestizaje, porque la cocina británica se quedó en el siglo XVI, cuando Inglaterra aspiraba a ser una nación de piratas. Y puede que lo consiguiera. Hay pocos ciudades en el mundo tan libres como Londres. Algo de vida pirata se ha quedado para siempre en sus calles.