De los antiguos griegos a Karl Marx, de la conquista del pan de Kropotkin al grito - "le pain se lève!"- de la Jacquerie, la revuelta campesina de 1358, y los disturbios en Egipto de 1977, provocados por el abrupto fin de los subsidios gubernamentales a los cereales, el pan ha representado un concepto de valor en sí mismo.

Consulto Modernist Bread, de Nathan Myhrvold y Francisco Migoya: casi todos los panes que consideramos productos tradicionales "artesanales" son de origen reciente. La ciabatta fue inventada en 1982 por un panadero emprendedor del Véneto que reconoció el gusto de sus clientes por la baguette francesa, una palabra que, según nos dicen, no tenía nada que ver con el pan hasta la década de 1920; el panettone en su forma actual pertenece asimismo al siglo XX; y los primeros croissants no se empezaron a elaborar hasta 1837, cuando August Zang trajo técnicas y equipos vieneses a París. La masa madre de alta hidratación, "pan campesino francés", que tanto nos gusta, tuvo que esperar a los años 70. Estos panes crujientes pero aireados son 85 por ciento de agua, a diferencia del habitual menos del 50 por ciento, y se deben a técnicas descubiertas por primera vez por Louis-Édouard Rivot a mediados de la década de 1850, pero no explotadas hasta que panaderos comerciales como Lionel Poilâne se hicieron cargo del negocio familiar en 1970 e introdujeron el amasado mecánico.

El panadero más famoso del mundo puede que sea Lionel Poilâne, que en cuya panadería del Barrio Latino de París, vende el más célebre de los panes rústicos, de dos kilos elaborado mediante fermentación natural que él llama "miche", con harina de cultivos biológicos y un resultado denso elástico que desarrolla sabores que cambian a cada bocado.

El pan se conserva tan ricamente durante una semana a temperatura ambiente. La fórmula mágica, como cuenta Peter Reinhart en su ambiciosa obra El aprendiz de panadero, son dos días de elaboración. El primero de ellos, de cuatro a seis horas para la masa de arranque firme; el segundo, una hora para atemperar esa masa, quince minutos de mezclado; de 6 a 7 horas de fermentación, moldeado y fermentación secundaria, y 55 a 60 minutos de horno.

Es una gran historia la del pan nuestro de cada de día. No hay en la gastronomía revoluciones que puedan equipararse a las del pan, a lo largo de décadas el alimento básico y esencial de la humanidad. Y en ningún lugar se han desencadenado con la misma vehemencia que en Francia. En el siglo XVIII, los ingleses empezaron a decantarse por el azúcar y los italianos por las pastas. Los franceses hicieron del pan la razón de su existencia, un don sagrado cuya fabricación justificaba convertir en auténticos esclavos a los panaderos y sus aprendices. Si uno observa los rostros del propio Poilâne, de Chad Robertson, o de algunos de los maestros panaderos de la actualidad, ve en ellos a tipos felices y saludables, dista mucho del sufrimiento que se atribuía a los panaderos franceses de hace tres siglos. Cualquiera que esté interesado en este asunto habrá podido leer que aquellas vidas suyas no estaban lejos de parecerse al infierno. Eran efectivamente esclavos, sujetos al patrón y a los complejos requisitos de la fermentación de la levadura. El trabajo de día comenzaba alrededor de la medianoche. Sus ropas eran las viejas bolsas de la harina que amasaban, cien kilos de una vez utilizando las manos y los pies en medio de la desesperación. La operación se repetía varias veces en una sola noche, por lo general en un sótano tenebroso, demasiado oscuro para poder ver lo que estaban haciendo, incluso en el momento en que la masa se hundía antes de levantarse. Cuando finalmente se les permitía un poco de descanso, a veces por la mañana, tenían que conformarse con dormir soportando el intenso calor del obrador. Tres horas más tarde tenían que despertar para ocuparse del enfriamiento de la levadura que, como sucede con los recién nacidos, hay que alimentar las veinticuatro horas.

En 1788, el periodista Louis-Sébastien Mercier reveló lo poco saludable que era la vida de los panaderos. A diferencia de los carniceros, robustos y con la cara roja, se les veía cubiertos por los sacos de harina, despeinados y pálidos, acurrucados en los portales. Toda esta miseria permanecía encubierta por la adicción de los franceses al pan que sólo las costumbres dietéticas, la intolerancia al gluten y una oferta alimentaria mucho más variada, consiguieron en cierta medida doblegar. Pero con el paso del tiempo el pan volvió a imponerse como un producto refinado, para gourmets. Hogazas como las de Chad Robertson y tantos otros grandes panaderos, de corteza dura, crujiente, miga tierna aireada y húmeda como la crema, han tenido la culpa de este majestuoso renacimiento.

Pan y agua fueron en otras épocas la dieta de los condenados a las mazmorras. También de la acquacotta, que el escritor sienés Federigo Tozzi (1883-1920) inmortalizó en Con los ojos cerrados, una de las novelas más celebradas tras la Primera Guerra Mundial, admirada por Pirandello y considerada un precedente expresivo del existencialismo. No puede existir plato mas simple que la acquacotta, el agua cocida que se vierte sobre el pan cubierto de parmesano, condimentada con un sofrito de ajo y cebolla, sal y pimienta. Todo ello hervido con calma, lentamente, chop, chop, porque como se dice en la Maremma, por donde se mueven Giacco, Masa y Ghisola, protagonistas la bella historia de Tozzi, "quando l'acqua è cotta l'acquacotta è bell'e cotta".

Pero el pan y la sensual mantequilla, que refleja el verdadero sabor de los pastos, o el pan y el aceite de oliva virgen, representan la felicidad que justifica tanto sacrificio.