Oía a un gato maullando por el hueco de la escalera. Quizá si hubiera sido un perro no habría seguido subiendo, me daban pánico desde un verano que pasamos en casa de los abuelos, cuando una tarde en que habíamos estado recogiendo melocotones del huerto de la granja de los Ventura, un perro tan grande como un caballo nos persiguió hasta casi la puerta de casa. Íbamos en bici, y recuerdo que lloraba mientras pedaleaba con todas mis fuerzas. Samuel y Xavier, que nos había venido a visitar unos días, se habían puesto a mi lado para intentar echar al perro dándole patadas. El perro hizo caer a Samuel de la bicicleta y le mordió un brazo, lo oí gritar de dolor detrás de mí, y derrapé y me caí, y a pesar de las raspaduras cogí un montón de piedras y se las tiré con furia, le cayeron encima una detrás de otra y entonces el animal bajó la cabeza. Xavier saltó de la bici y se lanzó contra el perro armado con un palo, y Samuel se levantó y gritó corran, corran y corrimos sin mirar atrás y cogidos de las manos hasta que llegamos a casa de la abuela, que nos regañó y le curó el brazo a Samuel. Al día siguiente, cuando el miedo ya se nos había pasado y ya habíamos recuperado las bicis, que habíamos abandonado mientras huíamos, volvimos a la granja y vimos que el perro estaba al otro lado de la valla del huerto. Le había vaciado un ojo de una pedrada, aunque Samuel me dijo que no lo sabíamos seguro, y que podría haber sido cualquier otra cosa. Pero yo sabía que había sido culpa mía, y me dio vergüenza y asco ver la cuenca ensangrentada y el otro ojo, marrón y húmedo, mirándonos con desprecio.

Trocitos de normalidad

El gato continuaba maullando y arañando la puerta un par de pisos más arriba, y la luz de la escalera hacía tac tac tac avisando de que se apagaría pronto, y yo pasaba la mano por la pared y contaba los escalones. La botella de leche hacía un sonido ahogado, como alguien que bebía. Si no se había echado a perder, pronto lo haría, y añoré mi bolso con el móvil y la cartera, las llaves de casa, mis trocitos de normalidad.

Saqué la cabeza por el hueco de la escalera y vi una cola. Parecía que el gato estaba en el rellano siguiente. Quizá me había oído, porque no solo rascaba la puerta, sino que ahora sus maullidos eran tan largos y desesperados que parecía que se ahogaba de pena. Subí los últimos escalones de dos en dos.

Era un gato grande y gordo, y tenía las patas cortas, el pelo atigrado y los ojos amarillos. Parecía viejo porque tenía la cola y los bigotes torcidos. Tenía la cara seria de las personas que lo saben todo y a quien no les gusta esperar. Me agaché. A los gatos no les gusta que les hablen desde arriba.

—Hola.

El gato se refregó contra mis rodillas. Le acaricié la cabeza. Tenía el pelo limpio pero áspero, como si en su casa no lo tocasen mucho. Cerró los ojos y ronroneó. Estiró el cuello y le rasqué la barbilla. Llevaba un collar con un nombre, Ministro, y una dirección, la de la puerta que había estado arañando. Había dejado una red de arañazos en la madera. Me levanté y toqué el timbre de la casa durante un buen rato, pero no abrió nadie. Después lo intenté con la puerta de al lado, pero tampoco contestó nadie.

—Me parece que no hay nadie, Ministro.

El gato me miró e hizo vibrar la cola. Me senté en las escaleras. No sabía qué hora era, pero era verano y mientras estaba en las oficinas se había hecho de noche, así que debía de ser la hora de cenar. Decidí que esperaría un poco. Ministro se sentó a mi lado con las patas debajo de su enorme tripa, parecía un pan de molde. La luz de la escalera se apagó con un clac ruidoso, pero el gato no se inmutó, era valiente. A oscuras, abrí la botella de leche y puse un poco en el tapón. Se la bebió toda y fui poniéndole más hasta que se terminó media botella.

Oía los ruidos del edificio como si estuviera vivo. El metal crujía después de un día tan caluroso. El agua pasaba por las cañerías como un río, subía hacia arriba y caía como una cascada. Siempre me había costado dormir y, cuando éramos tan pequeños que aún compartíamos habitación, Samuel me ayudaba, decía que nuestra casa era un barco navegando en mitad del mar. El metal que crujía era la quilla avanzando por océanos inexplorados; el agua de las cañerías, las olas una noche de tormenta; la voz lejana de los vecinos, los marineros que preparaban un motín contra el capitán…

Casi me había dormido escuchando aquellos ruidos, como cuando era pequeña, pero un grito largo y claro bajó rodando por la escalera y me despertó e hizo que me levantara de golpe.