La Judengasse lleva a los turistas frente a la estatua de Mozart, omnipresente en Salzburgo más que el río Salzach o los Alpes. La calle está llena de pequeños comercios que elevan al músico a los altares de la herejía. Hay galletas con su cara, tazas de café, camisetas, estatuas de yeso y violines de fabricación industrial que honran el legado de Mozart en una ciudad con la que mantuvo una relación más de odio que de amor.

Pero el efecto de Mozart en las calles de Salzburgo beneficia al viajero que pretende visitar la ciudad y no la cuna del músico. En el resto de lugares suele reinar una paz acogedora. Caminaba por la ribera izquierda del río contemplado en frente la majestuosa colina de los capuchinos. El agua del Salzach atraviesa acelerada la ciudad, con un nervio propio de los ríos que nacen en las cascadas de los Alpes. Salzburgo aflora entre montañas. En invierno el paisaje se convierte en una postal blanca y las chocolaterías se afanan en seducir al visitante con olores difíciles de rechazar.

Pero no fui a Salzburgo buscando a Mozart. Eran otros personajes los que me arrastraron hasta la ciudad. Su cercanía con Múnich llena sus calles de turistas alemanes y americanos, que contratan guías temáticas de la película Sonrisas y lágrimas. Sin embargo, pensé en Stefan Szweig caminando mientras me perdía por el bosque Kapuzinerberg, el corazón geográfico y misterioso de la ciudad. El autor austriaco ha sido recuperado en los últimos años como un profeta que ya vaticinó el final del mundo conocido. Su libro de memorias, El mundo de ayer, es un relato lúcido sobre los peligros que arrojan los nacionalismos. Szweig sufrió en sus propias carnes cómo su país, Austria, se dejaba seducir por el nazismo y desaparecía tras la anexión de 1938. Proscrito y perseguido, abandonó Salzburgo para convertirse en un apátrida.

Visitar su casa, aunque sea a través de la reja y los árboles frondosos, es un ejercicio de homenaje y respeto por una Europa desaparecida, aquella en la que el viajero no necesitaba pasaportes y era bien recibido tanto en el Berlín del Kaiser como en el París previo a Verdun. Al viajero actual de poco le sonará esta historia. Ha llegado al aeropuerto y ha podido acceder al país tras un mero trámite de no más de unos minutos, pero ya nos anunció Zweig de que los hechos que damos por sentados también acaban siendo devorados por los extremismos. Él se suicidó junto a su esposa en Petrópolis, Brasil, lejos de su bosque y de su casa.

Pero Salzburgo es una ciudad tranquila y contenida. El viajero se pierde en sus calles estrechas y se sorprende de encontrarse de pronto con una plaza barroca. La Plaza Residencial está a un costado de la catedral del siglo XVII, construida al calor de la Contrarreforma para alejar los espíritus protestantes de los Alpes. La ciudad está poblada de iglesias exuberantes, con bóvedas decoradas con frescos de estilo italiano. Toda esta muestra artística convierte a Salzburgo es una ciudad sofisticada, con una historia que proteger y que se aleja de la rudeza bávara.

Un ejemplo somero son los Jardines del Palacio de Mirabell. Entre estatuas mitológicas y de pensadores ilustrados el viajero comprueba los efectos del invierno en los árboles desnudos y la arquitectura palacial, equilibrada y elegante, por donde aún continúan paseándose los arzobispos tras celebrar sus misas. El paisaje desde uno de sus bancos es sobrecogedor. Una escena de dominio total de la naturaleza que inspiró a Georg Trakl a escribir sus poemas más conmovedores. El autor nació en Salzburgo en un tiempo donde Austria-Hungría dominaba Europa central. Vivió toda su vida bajo la égida de Francisco José y se suicidó en Cracovia, en un manicomio debido a sus fuertes depresiones.

En sus poemas aparecen jinetes negros entre las montañas y los bosques para oscurecer la ciudad, una imagen no muy distinta a la que viví en los Jardines de Mirabell, en una demostración de que el invierno estaba a punto de dejarnos un día de nevada.

Pero el círculo de personajes desdichados no podría completarse sin hablar de Karajan. Tal vez, el mejor compositor del siglo XX junto a Toscanini, adoptó una actitud opuesta frente al fascismo. El compositor austriaco se afilió al Partido Nazi en 1935, mientras que el músico italiano se exilió a Argentina durante el fascismo. Pero la historia personal de Karajan no limita en nada su genialidad. Una sobria estatua en el margen derecho del río recuerda su casa natal y el viajero va descubriendo entre el entramado de calles y plazas, lugares que llevan impreso su nombre. Karajan dio al mundo una excelente capacidad de producir música y uno asume las contradicciones que pueda suscitar caminar por Salzburgo esperando encontrar su nombre por las calles. Más que el de Mozart. Al fin y al cabo, la ciudad, que corre el riesgo de convertirse en un parque temático, necesita esos antihéroes para no morir de éxito.