Habíamos madrugado y apenas estaba despuntando el alba. El café Brazil había había abierto hacía escasos minutos. El camarero aún no había encendido la cafetera y las mesas y sillas de la terraza no estaban colocadas. Frente a nosotros, el mar Adriático se extendía tranquilo, con pequeñas salpicaduras de espuma blanca. El archipiélago de Zadar se vislumbraba al fondo, aún oscuro, como si la tierra saliese poco a poco del fondo del mar. Parecía un lugar diferente al de la noche anterior.

Habíamos llegado a Zadar, una de las ciudades más importantes de la costa Dálmata, a las seis de la tarde. La urbe nos recibió con un abrazo de calor húmedo en el que era difícil respirar. Sus calles estrechas y de piedra creaban en el viajero la sensación de pesadez. Cientos de bares y restaurantes ocupaban el espacio por el que los turistas transitaban, sin prisas y deteniéndose a fotografiar las iglesias. Cuando llegamos al Órgano de Mar, casi anocheciendo, más de quinientas personas se preparaban para recibir la oscuridad al otro lado del horizonte, como una rito oriental que espera la muerte del sol. Viajes de estudios, despedidas erasmus, cursos de verano y guías religiosas hacían impracticable el noble arte de observar en silencio la belleza. Salimos de la ciudad hacia nuestro apartamento, expulsados de un sitio en el que se nos había prometido el paraíso.

Zadar es un trozo de Italia separado de sus fronteras. El aire melancólico de su entramado urbanístico recuerda a Venecia en su esplendor. Pertenece a ese tipo de ciudad que ha debido convivir con el mar durante cientos de años y que se ha refugiado en él tanto para recibir las especias que traían los otomanos como para defenderse de sus espadas. No en balde, Zadar fue un emporio veneciano durante gran parte de su historia, hasta que en 1797, el tratado de Campo Fornio se la atribuyó a Austria. Su siglo XIX fue un ejemplo más de fronteras líquidas. Cuentan que Napoleón se encaprichó de ella y la adjudicó en los postulados que pondrían límite a sus victorias. Volvió a Austria y luego a Italia. No fue hasta 1947 cuando diría adiós al país al otro lado del Adriático. En ese año en que entró a formar parte de la Yugoslavia de Tito, su población la componía un 90% de italianos. Hoy no queda más Italia que algún periódico nostálgico y turistas.

E Una de las razones de madrugar tanto aquel día fue evitar el ruido y la multitud. Zadar a las seis y media de la mañana es una ciudad parecida a lo que tuvo que ser en el siglo XVII. La iglesia de San Donato es un templo del siglo IX con tres ábsides y una planta circular. Una estructura original que recuerda a las iglesias jerosolimitanas y a las primeras construcciones cristianas, cuando se rezaba en silencio y solamente la luz de la velas iluminaban los mosaicos bizantinos en las paredes. La iglesia se eleva sobre el antiguo foro romano, cuyas piedras aún resplandecen en la tierra: una fragmento de columna, un capitel, un lienzo de muro.

La ciudad descubre todos los estratos históricos como capas que seducen al viajero conforme va perdiéndose en sus calles solitarias. La catedral de Santa Anastasia, a pocos metros, se alza de repente entre un bosque de casas. De factura italiana, el viajero la confundirá con la catedral de Ancona, pero la hermana de Zadar es más espectacular. El arte gótico italiano escogió la piedra blanca para que sus edificios hablasen con Dios. La fachada de Santa Anastasia es de una belleza equilibrada, con un doble rosetón sostenido por una arcada ciega. Tres puertas abocinadas reciben al visitante y lo invitan a entrar en un espacio que huele a Constantinopla.

E Pero queríamos llegar al Órgano de Mar antes del amanecer. El lugar fue diseñado por el arquitecto croata Nikola Basic. Se trata de un malecón escalonado que desemboca en el mar. El efecto de las olas rompiendo en los bloques de piedra originan un sonido que va cambiando su intensidad y melodía a medida que la fuerza marítima se acerca a la costa. Es la auténtica música del mar. A las seis y media de la mañana, cuando llegamos, no había nadie a nuestro alrededor. La música que emanaba de la tierra era misteriosa, sin dejar de atraernos. Parecía que un órgano barroco estuviese reproduciendo una pieza de Bach solo para nosotros.

La ciudad nos perteneció por unos minutos, antes de que llegaran los turistas y nos arrastrasen hasta un mundo de caminatas bajo el sol y colas. Pero en esa madrugada, la Zara de los italianos relucía como antaño, mientras unos viajeros españoles escuchaban en silencio la música del mar. Fue entonces cuando nos desnudamos y nos tiramos al agua, el mar veneciano que nacía en la Plaza de San Marcos y que terminaba en el puerto de Heraklion. Nosotros, flotando en una de sus calles más hermosas. El Café Brazil nos alertó de que volvía la normalidad a Zadar, pero nosotros ya habíamos resuelto la deuda con ella.