Uno no viaja hasta Suecia en busca de playas, a no ser que se trate de una muy concreta. Fue mi caso y todo se debió, en parte, a una confusión. Esta historia empezó con mi hermano y su voraz apetito cinematográfico. Cuando yo rondaba los trece años, él me regalaba películas de Hitchcock y otras delicias en blanco y negro para mi cumpleaños. Los denominaba 'regalos boomerang'. Detalles que yo abría con ilusión y que acababan en su estantería. Salvo en una ocasión. En la portada había dos hombres jugando al ajedrez en una playa misteriosa. La estética continuaba la senda de los clásicos, pero antes de situar el regalo en la lista de donaciones fraternales, mi hermano me pidió que le diese una oportunidad. Era El séptimo sello, de Bergman. Y así descubrí también el cine.

Por eso, la justicia poética del viajero se representó, muchos años después, en la ciudad de Estocolmo. Mi hermano cursaba una beca Erasmus no lejos de allí, en la ciudad de Linköping. Era la ocasión perfecta para encontrarnos de nuevo los tres. Los hermanos y Bergman, por supuesto. Pero los fallos de cálculo protagonizaron a cada paso nuestra expedición. Suecia es un país que considera la costa norte de Alemania como un paraje para sureños tropicales. Soy de la opinión de que los lugares fríos hay que visitarlos en su apogeo, así que decidí realizar el viaje en el mes de diciembre. El resultado no fue tanto la constante sensación de congelación en las extremidades al caminar, sino una neblina blanquecina, casi gris, en lo que se convierte el sol sueco en invierno. Apenas cuatro horas al día.

Pero Estocolmo es una ciudad tan elegante que ni el frío logra desmerecer sus calles, pobladas por cafeterías y cervecerías en cualquier estación del año. Desde el otro lado del lago Mälaren, el Ayuntamiento se alza como un castillo de arena de proporciones ancestrales. Aquellas vistas desde el puente de Vasabron resumían a la perfección el verdadero significado de la ciudad. Estocolmo es un conjunto de cientos de islas que flotan a la deriva por el mar Báltico, como trozos de hielo de hermosa factura. El principal de ellos, donde reside la ciudad vieja, se llama Gamla Stan, uno de los centros comerciales más importantes de la Liga Hanseática, que conectaba como en una carretera segura otros puertos como el Kiel, Copenhague, Oslo, Hamburgo, Amsterdam o Amberes. Las calles se estrechan y se llenan de escaparates donde se muestran dulces, chocolates y gorros de lana con la efigie de Papa Noel.

Los adoquines suelen estar llenos de sal, para evitar los resbalones en los meses de invierno, y de las puertas de las cafeterías sale un humo denso y delicioso que invita al viajero a entrar y ver la ciudad a través del cristal empañado.

Tras pasear por el centro histórico, dejando a un lado el Museo del Premio Nobel, bordeando la catedral de San Nicolás, un templo luterano que guarda en su interior escenas de asedios vikingos, llegamos al Palacio Real y el Norrbro, el puente más elegante de una ciudad construida a base de puentes. Pero nuestra idea inicial era visitar la playa en la que Max von Sydow juega con la muerte al ajedrez. Mi hermano debía encargarse de localizar el paraje y en todo momento me dijo que la situación estaba controlada. Tomando una cerveza negra con la noche de la una de la tarde sobre nosotros, descubrimos asombrados que Hovs Hallar, la playa de El séptimo sello, se encontraba en la otra punta del país, pegado a Dinamarca, a más de 500 kilómetros de nuestra cerveza.

Pero teníamos un plan B. Mi hermano quería visitar Färo, la punta norte de la isla de Gotland, perdida en medio del Báltico y donde reposaban los restos mortales de Bergman. Tendríamos que tomar un barco en la misma ciudad, cuya duración se estimaba en cuatro horas, sin oleaje, y una vez allí visitar el museo dedicado al director de cine y presentar nuestros respetos ante la lápida. Mi hermano y yo siempre hemos sido mucho de culminar los viajes con un paseo por el cementerio, una tradición muy extendida en Europa y que en España se mira con cierto escepticismo.

Saldríamos en unas horas. Teníamos tiempo para degustar un plato de köttbullar, una especie de albóndigas recubiertas de mermelada de arándonos, uno de los platos tradicionales suecos. Pasamos un buen rato sentados, aprovechando al máximo el calor, pegando la cara a la chimenea que crepitaba en el interior. Volvíamos a estar juntos en un lugar extraño, en aquella noche perpetua que es Suecia en invierno, pero poco importaba. Las luces de la calle, tenues y reflejadas en los copos de nieve, que caían perezosos del cielo, parecían el escenario de una novela negra, el género que desde hace unos años despunta en Suecia. Comprendimos que Bergman nos había acercado esas calles primero y que se quedaría para siempre en el imaginario de sus películas. Desde aquel día, la estantería de mi hermano se vio envuelta en un conflicto sobre la pertenencia de todas esas películas que durante años me había regalado. En Stortorget entendí que todos aquellos regalos de cumpleaños llevaban inscritos el nombre de Estocolmo, como pistas encadenadas y devueltas a mi vida en forma de islas, arrastradas por el Báltico. Tal vez no nos diera tiempo a tomar el barco hasta Färo. Pero ya poco importaba.