Arromanches-les-Bains es una localidad tan pequeña que resulta sorprendente la historia que cabe dentro de ella. Su nombre está escrito en miles de tumbas que comparten una misma fecha. Mi padre me lo advirtió muchas tardes, con libros en la mano, apuntando nombres y fechas en una libreta. Los inviernos son fríos y húmedos, me decía. En los días de sol se pueden distinguir los acantilados blancos de Dover. La extensión del Canal de la Mancha parece entonces abarcable con las manos. Apenas unos kilómetros. Poca cosa para nadadores expertos. Casi siempre hay oleaje, en cambio.

Durante los años que viví en París la visité con cierta frecuencia. Se lo debía a mi padre. Tan solo a hora y media de buena carretera. Es un lugar necesario para entender buena parte del siglo XX. Tal vez no en sus calles, que son escasas, aunque recogidas y con techos rematados de pizarra, pero basta zigzaguear un poco para encontrar el mar de frente, el océano Atlántico en todo su esplendor. Es entonces cuando se unen el paisaje y la historia, cada uno con su dramatismo: los riscos como una muralla marina, llena de gaviotas arrastradas por el viento del norte; la playa, descubriendo aún hoy trozos de metal oxidado, fragmentos de barcazas y casquillos de balas. Allí siempre son las 6:25 de la mañana del 6 de junio de 1944.

E Fueron años intensos. La Operación Overlord consistió en el desembarco de las tropas aliadas en cinco playas del departamento de Calvados, no lejos de Caen. Sus nombres en clave fueron Gold, Juno, Sword, Utah y Omaha. Estas dos últimas tiñeron el agua del mar de sangre. Casi 4.000 muertos en apenas unos minutos. Frente a Arromanches se despliega la playa de Gold. El lugar en el que tocaron tierra los británicos. Si se asciende hacia la colina que bordea el pueblo, las vistas cortan la respiración. El océano sumerge los restos de barcazas que una tormenta desplazó hacia la costa. Han quedado allí, varadas como testimonios de un día infernal. Los surfistas ignoran sus formas de hierro para atrapar una buena ola. Los escasos turistas que hay a esas horas se fotografían incrédulos. Aquella barca es el reverso de un campo de concentración. Un recuerdo de la victoria.

Colleville-sur-mer se encuentra unos kilómetros al oeste. Siempre pegada a la costa, la carretera se retuerce entre acantilados y pueblos de no más de mil habitantes. Todos tienen una iglesia con un campanario en forma de rombo. La noche antes del Desembarco, un paracaidista enredó los hilos de su paracaídas en la torre de Sainte-Mere-Eglise. Como recuerdo, de la iglesia cuelga un paracaídas y un maniquí vestido de soldado americano. Mi padre fotografía el momento. No sabía si era una leyenda o no. Por las calles de Colleville-sur-mer el ánimo es más contenido. Desde el centro del pueblo parte una especie de peregrinación. Percibimos que la mayoría de las personas son americanas. Cabelleras blancas, chanclas con calcetines y gorras. Nos dejamos llevar por el flujo de gente. Al fondo, detrás de la duna, está la playa de Omaha, una charca de barro bajo un promontorio. A los alemanes les bastó colocar un par de ametralladoras y disparar a ciegas. Fue una masacre.

Los búnkeres, que se pueden visitar, permanecen intactos, como los dejó el último soldado nazi. Al lado, un jardín verde nos sobrecoge. Es el cementerio militar americano. 10.000 cruces blancas con nombres y apellidos. El silencio es absoluto. Hay un rumor de mar a lo lejos. Una bandera de barras y estrellas hace sombra a un sector del campo. Algunos curiosos no se atreven a entrar en el perfecto orden de las tumbas. Una pareja de ancianos se ha detenido en un nombre concreto ¿Su padre? ¿Su abuelo? Es inquietante la belleza de los cementerios. Pero en aquel, sus habitantes no superan los 25 años.

Mi padre quería terminar nuestro viaje en un camposanto nazi. Le prometimos que a la vuelta del Mont Saint-Michel pasaríamos por uno. La subida de la marea nos empujó a abandonar la fortaleza medieval, solamente conquistada una vez en la historia. A pocos kilómetros, Huisnes-sur-mer. Un lugar silencioso. Empezó a llover con fuerza. Una señora custodiaba la entrada al cementerio. Era bastante mayor. El lugar, tan pequeño, hecho de piedra negra y rodeado de bosque, parecía uno de esos lugares olvidados de la historia. Las tumbas comparten espacios reducidos. Cuatro nombres por cada nicho, encaramados a la pared. Así hasta ser más numeroso que cualquier ciudad de las visitadas aquel día. Mi padre leía las fechas de muerte de aquellos soldados. 17 años la mayoría. Uno de ellos, incluso tenía 15. Era el final de la guerra. La lluvia arreció. La mujer nos dijo que el pueblo se encargaba de cuidar el lugar. Se la veía orgullosa de su cometido. Su padre había muerto en la guerra. Una bala perdida. Quién sabe. En aquellos años en los que el ejército alemán se supo perdido, arrasó Normandía antes de abandonarla. Los americanos tampoco escatimaron en daños.

En Huisnes-sur-mer hay poco que celebrar, pero sí mucho de lo que aprender. La mujer agradeció la visita, emocionada. Nos dijo que no se podía olvidar aquello. El tiempo ya ha convertido el nombre de esos soldados nazis en víctimas. 15 años con un fusil en el brazo. No se me va de la cabeza. La vuelta hacia Caen la hicimos en silencio. No nos salían las palabras del cuerpo.