Buenos días. Hoy no voy a decir nombres, tengo una misma carta para varias personas. Por favor, los 25 de la Telefónica que acudan a la puerta de topos verdes.

Pronto entendieron aquel golpe de viento con olor a pino y mar. Las hélices ya giraban. Tardaron un minuto largo en tomar asiento. La situación daba para bromas y conjeturas. Las mariposas revoloteaban en el estómago cuando ascendieron. No sabían que la avioneta del Tibidabo pudiera volar. También creían que se necesitaba un piloto al mando. Pero nada, en aquel momento y en aquel lugar, les parecía extraño. Sobrevolaron el barrio de la imprenta. En la plaza, una pareja elevó la vista sin dejar de bailar. Una niña los saludó desde un galeón que surcaba los mares. Un poco más al este, descubrieron la plataforma del Correo. Un inmenso ingenio con kilómetros y kilómetros de cintas transportadoras. Unas recogen las cartas de tinta. Otras, las de agua y sal. El vuelo continuaba. De nuevo el mar. Y otro mar. Y uno más. Al sol le seguía la luna y, de nuevo, el sol. Siempre al este, volaban. Una vuelta. Dos. La Tierra convertida en un tiovivo.

El sonido de la avioneta llegó tenue hasta la isla con forma de estrella, pero las dos náufragas ya no tenían tiempo de esperar y hacerles señales. Solo les quedaba la esperanza de que su SOS se divisara desde el cielo. Se habían cortado sus largas melenas de rojo picota para dibujarlo. Pero ahora ya corrían al refugio. El rugido de la tierra era escalofriante. No sabían cuánto tiempo podrían soportar dentro de aquel pequeño ingenio submarino que habían encontrado varado en la arena y habían llevado hasta el punto más alto de la isla. Resistir, resistiría, era perfectamente hermético. El problema era su pequeño tamaño. ¿Cuánto tiempo aguantarían ellas sin renovar el oxígeno?

En el avión, todo era placidez. Algunos jugaban a cambiar su cuerpo. La que siempre soñó con ser actriz se convirtió en una magnética Lauren Bacall. Su admirador secreto corrió a transmutarse en Humphrey Bogart. Los más conservadores recurrían a sus recuerdos, y más de uno aprovechaba para bajar tripa y subir estatura. La carta de la puerta de topos verdes iba pasando de mano en mano. Y cuando la sujetaba un niño olía a miel. Y cuando la tomaba un adulto, a paella. Fue una adolescente -mitad miel, mitad paella- la primera en divisar el mensaje de socorro en rojo centellante. Alertados por su grito de aviso, los 25 corrieron a las ventanillas y la serenidad se rompió. La masa negra sobrecogía. Los que habían escogido cuerpos jóvenes explicaron a los mayores que veían borroso. Eran hormigas, millones de hormigas que emergían del litoral de la isla dispuestas a invadir hasta el último centímetro de tierra. Los 25 vieron horrorizados el pequeño submarino situado en el centro de la isla, junto a las cabelleras. Desde el aire, la boca de un descomunal hormiguero.

Un recuerdo asaltó a la adolescente del aviso. Su nieta bióloga le había explicado un extraño fenómeno que acaba con la vida de millones de hormigas. Tenían que intentarlo. Decidieron que solo los más pequeños podían romper la carta en pedacitos bien dulces. Un adolescente larguirucho que había hecho la mili en aviación se puso al mando de la avioneta. Nunca había volado, pero no importaba demasiado. Se trataba de dibujar un círculo en el aire. Mientras, irían lanzando los pedacitos con sabor a miel. Tuvieron suerte. La hormiga soldado se separó del rastro al oler el primer pedacito. De ahí siguió al segundo, al tercero… Sus pasos liberaron un aroma que incitó a las demás a seguirle. Pronto, millones de hormigas se unieron a un círculo interminable. Al cabo de unas horas, todas morían exhaustas.

En el submarino, las náufragas contenían la respiración, esperando el momento en que una marea negra las engullera. Eran conscientes de que sus reservas de aire eran escasas. La mujer quería tranquilizar a la niña. Si al menos pudiera contarle un cuento, pero mejor reservar el oxígeno. Le tomó la mano y empezó a escribirle una carta en la palma. Sin tinta. Y así, letra a letra, pasaron las horas. Y las hormigas no llegaban. No, no llegaban. Al fin, se atrevieron a abrir la escotilla, y saltaron de alegría al descubrir los montículos de cadáveres formando un extraño círculo. La niña tomó del suelo un pedacito de papel, desprendía un aroma que le resultaba familiar. Inspiró con fuerza: ¡Miel! La mujer también llenó sus pulmones de la fragancia: ¡Paella! Se miraron divertidas. Hasta los 25 llegaron las carcajadas bailando en el aire.

Mañana, cuarto capítulo: El baile del reencuentro