Hasta llegar a vía Giulia uno tiene que haberse cansado antes. Haber visto Roma muchas veces. De formas distintas, que es la única manera de conocerla realmente. Le dolerán los pies. Le brillarán los ojos, con un ligero escozor que confundirá con la alergia de los plátanos del Tíber. Se sentará en la fuente del Mascherone. Los pies pesados. Contemplará el arco que forma el Palacio Farnese, en cuyo jardín se refrescaba Miguel Ángel, también cansado como usted y yo, y asistirá al inicio de la calle más hermosa de Roma. Solo en ese instante comprenderá que ha merecido la pena la caminata. Las veces que uno ha visitado la ciudad ignorando que aquel rincón existía, con sus enredaderas de buganvilias y patios de vecinos con Venus griegas en la entrada, como quien contempla un coche viejo.

En la ribera del río viví durante unos meses, no lejos de allí. Me inventé una corresponsalía y practiqué el dolce far niente al que invita la ciudad. Me dejaba caer en el café Perú a pasar la tarde. Llevaba conmigo Paseos por Roma, de Stendhal, una edición vieja que me regalaron mis amigos como pasaporte a la eternidad. En los años de su exilio romano, Alberti ocupó un apartamento en la vía Monserrato, a pocos metros de la cafetería. Convertía aquellas horas en una especie de diálogo entre escritores, hasta que cambiaba el café por cerveza.

Pero deben acompañarme unos metros hacia el este, donde empieza nuestro paseo. Sin querer les he contado ya el final. Al salir de la Iglesia del Gesù cuesta habituarse al sol. La vida sigue su curso como si no existiese Dios. Tráfico y gritos de niños. Contemplar la iglesia asegura la creencia ciega en toda fe. Es así de hermosa. Fue el primer templo Barroco de la Cristiandad. Una demostración jesuita de poder. “Esta es nuestra obra. Estas son nuestras armas”. Algo más sutil que el oro y el arte. Me siento en un banco del fondo, aplastado por el aire de recogimiento y los frescos que forman el cielo de la bóveda. Apenas unas velas custodian la tumba de san Ignacio de Loyola. Suficiente experiencia mística. Roma es una ciudad de muertos, quédense con el dato.

Apenas tres minutos separan Il Gesù de vía delle Botteghe Oscure. El esperpento de la política italiana también se empeña en crear metáforas grotescas. Esta vez a cargo de Moro. Justo al inicio de la vía Caetani, pasada la cripta Balbi, se encontró el cuerpo del Primer Ministro en el interior de un Renault-4. Fue un 9 de mayo de 1978. Los españoles todavía estábamos en pañales en esas fechas. Un par de meses antes había sido secuestrado por las Brigadas Rojas. Entre la sede del Partido Comunista Italiano y de la Democracia Cristiana, un hilo de sangre había manchado la política italiana para siempre. Pero la historia no cambia. Y mucho menos en Roma. Cien metros al oeste, bajo la efigie de decenas de gatos perezosos, en Largo Argentina, sobresalen las ruinas del antiguo Senado, el lugar donde César fue acuchillado 23 veces. De Moro a César, Roma trata muy mal a sus líderes.

Al sur la sangre sigue rezumando. La de mi cabeza también, que empieza a notar el sol del verano. En cien páginas, Debenedetti contó aquel infame 16 de octubre del 43 en el que una multitud de judíos fueron deportados a campos de concentración. El Ghetto pasaba por un barrio pobre, más propio de mercaderes que de papas, donde los monumentos se resisten a caer. Hoy en día existen pocos lugares como el Ghetto para tomar un aperitivo. Bajo el Pórtico de Octavia uno jura haber pasado las mejores noches de su vida.

Falta poco para llegar a vía Giulia. Está oscureciendo. La ciudad se viste de luces tenues, nunca lo suficientemente iluminadas. Al fondo de la calle se abre la vida. Las terrazas se animan y empiezan a juntarse las copas de vino. Campo de’Fiori es la única plaza de Roma sin iglesias. En el centro, la estatua de Giordano Bruno es rodeada por jóvenes, cerveza en mano. Aún le debo a Paco Ros la promesa de ser jóvenes en Campo de’Fiori. A Bruno lo quemaron en el año 1600 por defender que el sol era una estrella. La sencillez no es un descubrimiento moderno. Lo condenó un jesuita, Roberto Belarmino, que años después convenció con las cenizas a Galileo de que se retractara. El poder del fuego. Para Belarmino siempre es de noche, enterrado en una capilla casi sin velas. Lo hicieron santo siglos más tarde. A Bruno le crecen flores con la llegada del día, en un mercado que se mantiene igual desde los tiempos en que la Lozana Andaluza aparecía rodeada de cardenales en el muslo.

Y sin querer, vuelvo a estar sentado en el café Perú, observando al fondo vía Giulia, la calle más hermosa de Roma. Con los pies cansados, tras siglos y siglos de caminata. Algo así tuvo que pensar Stendhal. No dirán que no se lo advertí. Esta ciudad es así. Todo en apenas un kilómetro. El tiempo de un café y un puñado de muertos atrapados en las páginas de los libros.