Sería nuestra última tarde en Berlín. Bajando las escaleras de la Alte Nationalgalerie contemplé, no sin cierta melancolía, los tilos desnudos que bordean el Spree, serpenteando el contorno de Isla de los Museos. Desde la otra orilla del río, el museo se asemejaba al Partenón de Atenas, sobre un cielo oscuro, casi hecho de mercurio. Paseamos sin prisa, dejándonos llevar por esa inercia dulce de haber cumplido sobradamente con las tareas del buen viajero. A la izquierda, los muros del Neues custodiaban el busto de Nefertiti y los turistas hacían una cola kilométrica para entrar al Museo de Pérgamo.

Una tormenta de enero nos sorprendió casi llegando a Alexanderplatz. Los nubarrones habían escondido el perfil de la torre de telecomunicaciones soviética. Ni siquiera los paraguas impedían que el agua nos empapara, así que nos resguardamos en la Marienkirche, una iglesia evangélica que nació gótica. Allí nos esperaba Blas Urioste, un personaje peculiar que hundía sus raíces entre Bolivia y Alemania. Habíamos quedado con él a través de una página de guías alternativas con la intención de dar un paseo por la Berlín judía. Apareció con un sombrero negro de extrema elegancia y un paraguas alargado que le servía como bastón. Hablaba con erudición, sintiendo cada calle de la ciudad como propia.

La historia del judaísmo en Berlín es tan compleja que reducirla a los años del nazismo sería superficial. Pocos lugares en el mundo, antes de la Primera Guerra Mundial, podían presumir de una convivencia tan sobresaliente como la establecida en la capital de Alemania. Un ejemplo bastará para ilustrarlo. Les hablo de James Simon. Pertenecía a una de las familias más ricas de Alemania, gracias a la industria textil. Pero pronto se interesó por el arte y sufragó numerosas campañas arqueológicas en Egipto. En su colección personal destacaban obras como el busto de Nefertiti. Antes de morir, Simon donó la mayor parte de ellas a la ciudad, creando los museos que hoy forman el legado que Berlín ofrece a la humanidad. Llegó incluso a ser amigo personal del Kaiser Guillermo II. Su vida nos demuestra hasta qué punto los judíos formaban parte de la cotidianidad de Alemania. Eran ciudadanos normales y corrientes que no dudaron en vestir el verde militar en las trincheras del Somme o Chemin de Dammes, en 1916.

A principios de los años treinta, un judío que viviese en Berlín no podría imaginar lo que estaba a punto de desencadenarse. Se sentía tan alemán como el vecino que acudía a misa. En el este, los judíos habían sufrido pogromos. Algo que se escapaba de la imaginación de aquella civilizada Alemania que mostraba al mundo la mejor filosofía y la música de Mendelssohn. Sobre estos temas debatíamos con Blas Urioste cuando dejó de llover. A la altura de la Oranienburguer Strasse observamos la Sinagoga Nueva, de inspiración andalusí, que ardió sin piedad la noche del 9 de noviembre de 1938. Giramos a la izquierda, hasta el antiguo cementerio judío, profanado por el nazismo y donde hoy no hay más que una escultura y galerías de arte.

Nuestro compañero se detuvo delante de un pequeño jardín, en el número 10 de la calle Kleine Augusts. El lugar hoy es un huerto de apenas unos metros entre dos edificios blancos con grafitis, el espacio para un par de bancos y un tablón informativo. En él, una fotografía mostraba el interior de la sinagoga que tiempo atrás ocupó el solar. Era bastante nítida. La gente oraba y celebraba el sabbath. Nos contó que hacía unos años, había recibido la visita de unos turistas argentinos. Mauricio se llamaba aquel hombre con el que entabló amistad. Testimonió que sus abuelos provenían de Berlín y habían muerto la Noche de los Cristales Rotos, en la quema de aquella sinagoga sobre la que ahora escuchábamos su historia.

Blas Urioste nos dijo no tenía constancia de la muerte de nadie en aquel incendio infame. Investigó los datos ofrecidos por Mauricio (le dijo que su abuelo había sido cantor en aquella sinagoga) y encontró un terrible final para ambos: su abuelo, David, había muerto en Buchenwald. Su abuela, llamada Marja, había corrido idéntica suerte en Auschwitz. Entonces volvieron al lugar de la antigua sinagoga. Mauricio observó la misma fotografía que nosotros estábamos viendo, años después. En ella, reconoció a una mujer de mediana edad. Era Marja, su abuela. A través del tiempo, sus miradas se cruzaron. El hombre argentino recordaba haber visto esa fotografía en casa de sus padres. No había duda. Aquella coincidencia rescató la memoria de un matrimonio que había sufrido la peor de las barbaries, pero que había extendido su estirpe por todos los continentes. Poco después, colocaron una 'piedra del tropiezo' (Stolpersteine) a la memoria de Marja, David y sus descendientes. Gunter Deming ha poblado Europa de esos pequeños recuerdos: un adoquín dorado con la identidad, la fecha de nacimiento, de deportación y de muerte de todos los judíos asesinados durante el Holocausto. La idea es llegar a seis millones. Tantos como víctimas.

Berlín es una ciudad llena de ellas. A cada paso, la memoria obliga a mirar hacia abajo. Agachar la cabeza y leer cada nombre es un ejercicio necesario que sobrecoge. Tomamos un café con Blas Urioste antes de acudir a la Catedral de Berlín, donde escucharíamos la Pasión según San Mateo de Bach. Me quedé pensando en esa ciudad posible que nunca fue, en todos aquellos nombres borrados de la historia por el ascenso del nazismo. Nombres que aparecen, poco a poco, de entre la tierra, para quedarse junto a nosotros.