Comer, uno de los más íntimos actos humanos -igual no conviene citar otros- depende de una serie de procesos de los que la mayoría de los comensales comunes son eliminados o alienados. Con frecuencia vivimos al margen de las personas que cultivan nuestros alimentos y, a menudo también, de las que los cocinan. No sabemos casi nada del sistema alimentario, aunque se nos atragantan las tonterías habituales de los foodies, los restaurantes de moda, los reality televisivos de tres al cuarto y, asombrosamente, se nos llena la boca hablando insulsamente de comida en cualquier lugar y circunstancia. Apenas interesa, sin embargo, familiarizarse con las alimentación a través de la verdadera cultura gastronómica. Enterarse, por ejemplo de que un buen yogur, algo que comemos con frecuencia, se elabora tradicionalmente con leche de vaca, cabra u oveja, y su mejor producción suele ser casera. Que para ello se calienta un litro de leche hasta que empieza a hervir, se cuece a fuego lento durante diez minutos y vierte en un cuenco. Luego, se mezclan dos cucharadas grandes de ese contenido con la leche tibia, y se añade a una fuente. Y que, además, envuelto en un trapo debe fermentar durante unas cinco horas en un lugar caliente. De esta forma se consigue el sivi tas yogurt, totalmente líquido. Si, de lo contrario, se envuelve en un trapo de algodón y se deja escurrir durante dos o tres horas, el resultado es el süzme yogurt, o yogur cuajado. De él proviene el labneh, el queso cremoso más popular del Próximo Oriente. Indagar en los procesos merece la pena para estar seguro de lo que comemos.

¿Pero realmente sabemos lo que hay en nuestro plato? Las personas que trabajan de sol a sol para cultivar y recolectar los alimentos a menudo viven a cientos de kilómetros de distancia. En la abundancia del supermercado, la comida parece rebosar por arte de magia y nunca nos vemos obligados a preguntarnos cómo llegó allí y después de qué trayecto. Un tomate, una naranja o un plátano recorren miles de kilómetros y pasan por muchas manos antes de recalar en un noruego y cuando lo hacen apenas queda rastro del viaje. A nosotros nos pasa con unas hojas de curry, un tarro de arenques o unos fideos japoneses.

Casi nadie, salvo Martín Caparrós en su monumental crónica ensayo El hambre, se ha ocupado de reflexionar sobre la energía en la comida, una premisa importante para conectar la necesidad de alimentarse con la alimentación. "Comer es ensolarse", escribe el autor argentino. "Por ese proceso sorprendente que llamamos fotosíntesis, las plantas los atrapan y los transforman en materia digerible. El 10 % de la superficie terrestre del mundo, unos 15 millones de kilómetros cuadrados, un cuarto de hectárea por cada ser humano, se dedica a eso: a criar plantas que hacen la clorofila que sabe transformar la energía electromagnética del sol en energía química que produce las reacciones que transforman el dióxido de carbono de la atmósfera y el agua de las plantas en oxígeno que respiramos e hidratos de carbono que comemos".

La pregunta es qué se puede hacer para reformar las cadenas de suministro y volver a conectar a los consumidores con los alimentos que comen. Permitirá despejar dudas que surgen a menudo ¿Se puede confiar en la quinoa cultivada localmente? ¿Qué tienen que ver unos mangos cosechados en Canarias con cualquiera de las variedades indias? Mantener relaciones íntimas con la comida no debería ser un esfuerzo complicado. Puede resultar tan simple como usar los propios sentidos y comer con las manos, algo que ha acabado convirtiéndose en Occidente en una actividad subversiva. Es cierto que la dificultad puede venir a partir de ahora cuando, por razones de la pandemia, la prohibición de "no tocar" supera a la de "no mirar". De todas las contradicciones de la alimentación moderna, quizás lo más triste es la forma en que nos separamos de nuestros sentidos y, por tanto, nos negamos a disfrutar plenamente de ellos, los sonidos y los olores que aún podemos obtener al acercarnos a la comida. Aquí el discurso oficial de la gastrotontería, como suele ocurrir en la política, va por un lado y los hechos, por otro. El placer no siempre encaja en la ecuación, y la cultura aguarda en el limbo su oportunidad como suele ocurrir.