Al margen de contagiados, fallecidos y recuperados, si en algo ha contribuido la epidemia desencadenada por la Covid-19 es en alimentar nuestro vocabulario a base de términos que hasta hace tres meses estaban condenados a la marginalidad en el Diccionario de la Real Academia. Coronavirus, pandemia, desescalada, resiliencia, etc. palabras cuyo significado ya es tan conocido para los menos familiarizados con el lenguaje como los tres participios tornados en adjetivos que se citan al principio de este artículo. A medida que se libraba la batalla contra el SARS-Cov-2, cada fase de la enfermedad se ha ido vistiendo de su correspondiente sustantivo, bien recuperándolo para quebrar los silencios en las conversaciones habituales, bien incrustándolo como palabro de nuevo uso por boca de nuestros dirigentes políticos y posteriormente homologado por los medios de comunicación.

La "nueva normalidad", otra de las construcciones gramaticales que hemos aprendido con el final del estado de alarma, ha dado paso a otro concepto arrumbado durante años en el diccionario, pero que van a oír y leer en infinidad de ocasiones durante los próximos meses: rebrote. Ahora, y pese a nuestra resiliencia, lo más temido de la actual fase de desescalada de la pandemia del coronavirus, es el rebrote. Nuestros gobernantes, da igual la administración, temen un rebrote. Esos conciudadanos nuestros que transitan por ciudades y pueblos divorciados de la mascarilla o de cualquier medida de seguridad, también anticipan un posible rebrote. Incluso lo avisan: "¡Verás el rebrote!" No hay nada más truculento que augurar una catástrofe cuando está en manos del vaticinador poder evitarla.

Hoy es Noche de San Juan. Gobernados y gobernantes están avisando a la ciudadanía de que se ande con ojo ante un posible rebrote, cuando la realidad es transparente y el sentido común nos advierte que el remedio está en nuestras propias manos. Varias comarcas españolas ya se han visto obligadas a retroceder de fase. La desescalada ha vuelto a ser escalada en algunas zonas del país. El famoso pico de la curva ha dejado de ser curva para volver a ser pico. Muchos ayuntamientos de España están acotando playas y recintos al aire libre en previsión de que se produzcan celebraciones multitudinarias del solsticio de verano; haciendo llamamientos a la responsabilidad de la población para evitar un repunte, mientras desde esos mismos gobiernos se anuncian actos oficiales para celebrar la Noche de San Juan en los que se anima a la población a disfrutar desde sus balcones.

O se celebra la fiesta del fuego o se es vehemente con las medidas de prevención, pero ambas cosas no parecen compatibles. Durante el confinamiento, la sociedad española ha dado muestras más que sobradas de su resiliencia, eso que la RAE define como la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Hacer llamamientos a la responsabilidad mientras se organizan actos oficiales para celebrar la Noche de San Juan, como está ocurriendo en varias capitales españolas, nos plantea la duda de quién es aquí el agente perturbador frente al que debe adaptarse el resiliente, pero encamina a la ciudadanía hacia un riesgo innecesario de rebrote. Y el virus no sabe de celebraciones.