Permanezcan atentos, puede que sea el tiempo de una tercera revolución en los restaurantes. La última se produjo no hace todavía demasiado. Paulatinamente, los manteles blancos, las cuberterías de plata, las vajillas elegantes y el servicio impecable se fueron sustituyendo por mesas desnudas, orinales y ceniceros en vez de platos como es debido, y brazos tatuados. Las lámparas dejaron paso a las simples bombillas. El regreso al clasicismo estaba despertando una cierta melancolía; ahora tras la pandemia aguarda otra vuelta de tuerca más, esta vez una incógnita.

Quizás los restaurantes, algún día no muy lejano, nos recordarán algo de lo que eran pero probablemente ya nunca serán lo mismo. Hay que hacerse a la idea. La cultureta gastronómica convirtió a los chefs en reyes y arruinó los viejos comedores. Habíamos cambiado la distancia relajada del salón por un abigarrado bistrot, más tarde gastrobar, con la cocina a la vista, en parte para poder sentirnos más cerca de los idolatrados cocineros y participar con ellos de una especie de ilusión sibarita.

Durante bastante más de 200 años, los restaurantes se distinguieron de otros sitios y formas de comer en público por los menús impresos, las mesas separadas y los horarios de comidas flexibles. Ayudaron a fomentar un nuevo sentido individual, en consonancia con los tiempos cada vez más liberales y democratizadores. En los lujosos establecimientos de comidas del París del siglo XIX se decía a menudo que cualquiera podía sentirse un rey al menos hasta que le trajeran la cuenta a la mesa. Pero la sociedad gastronómica, en las últimas décadas, fue cambiando hasta invertirse: los chefs acabaron siendo los reyes mientras que los clientes pasaron a convertirse en una idea del último momento. Nuestra fascinación por ciertos autócratas carismáticos ya no insuflaba los mismo ánimos de hace unos años. Fue decayendo. Ahora es como si todo volviera a empezar: el circo con los espectadores en la última fila, lejos del escenario, tendrá que renovar la programación. Reinventarse, dicen. Una pregunta marginal: ¿cómo se las arreglará Michelin este año para renovar la confianza en sus estrellados?

Se ha producido, además, un tic en los sentimientos. A causa del prolongado encierro, la inclinación a dejarse a asombrar por la cocina parece relegada a un segundo plano. En los últimos días he escuchado y leído sobre el renacer de los apetitos y los placeres sencillos, nada rebuscados. Nos hemos acostumbrado a encontrar la solución en una cocina de un fuego, todo lo más de dos. Los más distinguidos y avispados chefs se están adaptando a las circunstancias: sus platos más sencillos forman parte del catering a domicilio, una medida alternativa ante los interrogantes de la baja ocupación. Que nadie pretenda descubrir la pólvora en el prêt-à-porter culinario de estos días. Otra consecuencia es que los restaurantes consumen menos y los proveedores abastecen las cocinas de los hogares con productos que antes no se encontraban tan a menudo. El coronavirus le ha dado la vuelta a casi todo.

La "inflación de la autenticidad" que creíamos vivir dentro de nuestra burbuja gastronómica era en realidad una inflación propagandística de tomo y lomo. A muchos clientes, en vez de compartir la formalidad del comedor de siempre con los amigos, les gustaba sentarse en el bar o incluso en la cocina, junto a los pinches, los cocineros y los cuchillos, y sentir el ruido amortiguado del servicio.

La cocina abierta resultó un éxito porque un pequeño ejército de publicistas trabajaba detrás: blogueros, asesores y periodistas produciendo ínfima literatura gastronómica versión 2.0, dirigida a personas empeñadas en organizar sus comidas alrededor de ocho o diez platos pequeños de largos enunciados y notas a pie de página, en lugar de sentarse a conversar en cómodas sillas en la propia mesa designada. Es verdad que sin este trabajo divulgativo, los menús de degustación serían meros destellos en las sartenes, porque la comida, como escribió Christoph Ribbat, no es lo único que sucede en las cocinas. Los restaurantes son lugares divididos en zonas públicas y zonas secretas que, además de comidas y verdades, generan leyendas.

La primera de ellas se remonta a 1765, cuando un hombre llamado Boulanger abrió un local en París para servir caldos reparadores o restauradores. De hecho, en el letrero de la puerta figuraba el reclamo: "Boulanger proporciona el sustento divino". Más tarde, en 1782, Antoine Beauvilliers, fundó la Grande Taverne de Londres, en la rue de Richelieu, considerado el primer restaurante parisino digno del nombre. Como se sabe, la revolución del restaurante fue la de la propia Revolución Francesa. En ella encontraron su apogeo. Un testigo privilegiado, Grimod de La Reyniere, pionero de la divulgación culinaria moderna, expuso tres razones por las cuales se produjo la coincidencia: el despecho por la moda inglesa, incluida la comida en las tabernas; la afluencia a la capital de un gran número de diputados revolucionarios de las provincias, y los cocineros que buscaban un nuevo empleo para ganarse la vida tras la desintegración de los hogares aristocráticos.

Hasta la llegada de los restaurantes, la comida en los lugares públicos consistía llevar la olla a la mesa para que todos los que se sentaban a ella la pudieran compartir. Los proveedores de catering ( traiteurs) ya entonces servían menús completos que se debían encargar con mucha anticipación. Con el tiempo, el cliente empezó a sentirse soberano hasta que en algún momento fue destronado por el cocinero. En estos momentos formamos todos parte de la misma plebe expectante.