En la historia no escasean, precisamente, los acontecimientos trágicos. Hay cataclismos de todos los tipos y categorías. Tres nombres, altamente simbólicos, han traumatizado el alma moderna y destruido sus sueños: Lisboa, Auschwitz y Wuhan/China. Las tres catástrofes tienen semejanzas más por sus efectos que por sus causas: arrasaron miles de vidas (aunque una no tiene comparación alguna con ninguna otra de la historia); originaron conmociones profundísimas en sus épocas; ocasionaron un tremendo shock en las almas, y rompieron la columna vertebral de su tiempo. Las tres plantearon la gran cuestión: ¿cómo puede Dios permitir males tan gigantescos e incomprensibles?

Como todo el mundo sabe, la ciudad de Lisboa sufrió hacia las 9.30 de la mañana del 1 de noviembre de 1755, casualmente el día de Todos los Santos, un terremoto de gran duración y extrema violencia (unos cinco minutos), al que siguieron poco después diversos tsunamis, y ya para acabar un pavoroso incendio que duró cinco días y destruyó prácticamente la ciudad entera. Murieron entre 60.000 y 100.000 personas. El terremoto se notó en otros países, entre ellos España: hubo afectaciones en Córdoba, Valladolid, Salamanca, Coria, Astorga... Por decirlo así, fue la catástrofe inaugural de la era moderna. Resultado: Europa noqueada, y el optimismo de progreso, consecuencia de los espectaculares triunfos de la Ciencia Moderna y de la Razón Ilustrada, profundamente dañado.

Dios: de Juez Supremo a Acusado ante la Razón

Tras el terremoto físico sobrevino el filosófico, más decisivo: la negación de la bondad de Dios. Aquellos hombres no podían entender -como, seguramente, no podemos nosotros- cómo un Dios bueno era capaz de permitir un sufrimiento tan gigantesco. Con otras palabras, se puso sobre la mesa la cuestión de la Teodicea: es decir, el problema del Mal en el mundo. El término había sido inventado por Leibniz en su famoso libro Teodicea. Tratado sobre la justificación de Dios, su Bondad, la Libertad del hombre y el origen del Mal. Hasta ese día, Dios era el Juez Supremo del Universo. A partir de ese día, pasó a ser Acusado principal ante el nuevo Tribunal de la Razón. Con el hombre como juez. Por decirlo así, una revolución copernicana.

En respuesta a ese terremoto Voltaire escribió dos obras muy conocidas: el Poema sobre el desastre de Lisboa, y el famosísimo Cándido o el Optimismo, un cuestionamiento de la conocida frase de Leibniz (y de A. Pope) de que "vivimos en el mejor de los mundos posibles". Frase que, dicho sea de paso, no quiere decir lo que aparenta, aunque no vamos a entrar ahora en cuestiones tan difusas.

El Poema sobre el desastre de Lisboa, o examen del axioma Todo está bien es un estremecido, rebelde y continuo quejido desasosegado. Ataca Voltaire a esos filósofos equivocados que claman Todo está bien, a los que pide lancen una mirada a aquellas ruinas espantosas, a esas carnes y miembros despedazados, a esas cenizas desdichadas, a mujeres y niños apilados unos encima de otros, a esos cien mil desgraciados a los que la tierra había tragado inmisericorde. Y arrecia en su ataque preguntándoles: "¿Diríais que se ha vengado Dios; es su muerte el precio de sus crímenes? ¿Qué crimen, qué falta cometieron esos niños ensangrentados y destripados sobre el seno de sus madres? ¿Tuvo Lisboa, que ya no es, más vicios o pecados que Londres o que París?". Y contrariado acusa: con voz dolida proclaman Uds. [los filósofos] Todo está bien, pero el Universo les desmiente rotundamente. Tienen que reconocerlo, el mal está en la Tierra. "¿Cómo concebir un Dios, la bondad misma, que prodiga sus bienes a los hijos que ama y que vierte sobre ellos, a manos llenas, tantos males?". Y entonces repregunta: "¿Qué soy, dónde estoy, adónde voy, y de dónde me han sacado? Atormentados átomos sobre este montón de lodo, a los que la muerte engulle y de los que la suerte se burla, pero átomos pensantes, átomos cuyos ojos guiados por el pensamiento al cielo han tomado la medida? Este mundo, este teatro de orgullo y error, lleno está de infortunados que hablan de felicidad. Todo solloza, todo gime buscando el bienestar: nadie quisiera morir, nadie quisiera volver a nacer?; nuestras penas, nuestros pesares y pérdidas son incontables. Para nosotros el pasado solo es un triste recuerdo; feo el presente, si no hay futuro? Un día todo estará bien, he ahí nuestra esperanza; hoy todo está bien, he ahí nuestra ilusión?".

En defensa de la Providencia: Rousseau

A ese dolido poema contestó Rousseau con una famosísima carta. En la que, quejumbroso, le dice a Voltaire que esperaba defendiese las causas más dignas de la humanidad, pero que con ese largo inventario de miserias "en lugar del consuelo que yo esperaba, Ud. me ha afligido". Y añade, quizá pensase Ud. "que me tranquilizaría saber que todo está mal". Así que le reprende: "No se equivoque señor, las cosas son todo lo contrario de como Ud. las concibe: ese optimismo que le parece tan cruel, a mí me consuela?, el poema de Pope dulcifica mis males, me da paciencia, el de Ud. agria mis penas? me sume en la desesperación". Y aclara: "de todas las economías posibles, [Dios] escogió aquella que reuniera el mínimo de mal y el máximo de bien". Y sentencia: "Si no lo hizo mejor fue porque no pudo".

No entiendo, sigue Rousseau, cómo una doctrina como la suya "pueda ser más consoladora que el optimismo e incluso que la fatalidad misma. Confieso que me parece más cruel aún que el maniqueísmo". Y ataca a Voltaire: si la forma de orillar el problema del Mal es poner en duda alguna de las perfecciones de Dios, "¿por qué justifica su poder a expensas de su bondad? Si hubiese que escoger entre los dos errores, yo elegiría el primero". Es decir, Rousseau prefiere negar la omnipotencia de Dios que su bondad. En cuanto a los males físicos, continúa Rousseau, la cuestión no es por qué el hombre no es completamente feliz, sino por qué existe. Creo haber demostrado, recuerda Rousseau, que, a excepción de la muerte, ? la mayor parte de nuestros males físicos son obra nuestra. Respecto a Lisboa, la Naturaleza no construyó esos miles de casas de seis o siete pisos, ni el hacinamiento que existía. Y remata: si para nosotros es mejor ser que no ser, eso basta para justificar nuestra existencia. En cuanto a los filósofos, estos, al despreciar vanidosamente la muerte, no hacen más que calumniar a la vida. A pesar de que existan males, la vida misma no es un mal, y si no siempre morir es un mal, vivir raramente lo es. Creo, reprocha a Voltaire, que se debe distinguir con cuidado el mal particular, que ningún filósofo niega, del mal en general, que es el que rechaza el optimismo. La cuestión no es saber "si cada uno de nosotros sufre o no, sino si está bien que el Universo exista y si nuestros males son inevitables. Así, en lugar de todo está bien, sería mejor decir: el Todo está bien, o todo está bien para el Todo".

Recurre entonces Rousseau a aquella famosa frase de Catón: "No me arrepiento de haber vivido, puesto que lo he hecho de tal manera que estimo no fue en vano". Y, para acabar, cierra con una revolera: "Me resulta difícil aceptar que Ud. tan solo me ofrezca ahora una vaga e incierta esperanza que es más un paliativo para el presente que una recompensa para el futuro. Todas las sutilezas de la Metafísica no me han hecho dudar, ni un momento, de la inmortalidad del alma y de una Providencia bienhechora: la siento, creo en ella, la deseo, la espero, la defenderé hasta mi último suspiro y esta será, de todas mis luchas, la única en la que el interés que la motiva jamás será olvidado". Ante dos textos así, solo queda callar y rumiar. En esa misma encrucijada estamos nosotros. Con una pequeña diferencia: que no tenemos unos filósofos que nos expliquen, con esa sencillez y penetración, la metafísica de este instante. Digamos la Crítica de la Razón de este tiempo tan hipocrítico y tan hipócrita.