Es usted el resultado de la fusión de un químico y una violinista. En su caso se hace realidad ese axioma por el cual entre el ser humano y la música se genera una cierta química.

Exactamente. Si es por el hecho de combinar y crear fórmulas magistrales, pues digamos que sí.

Del chelo se dice que es un violín bajo.

Es un instrumento con registro humano. Entre el timbre y la tesitura se asemeja a nuestra voz, una condición que lo que lo convierte en cercano.

¿Por esa razón decicidió elegirlo como compañero de viaje?

¡No, qué va! Yo estudié guitarra en el Conservatorio, pero se me cruzó por el camino un chelista israelí que vino a tocar a Tenerife y recuerdo que interpretó el Concierto en Re de Haydn y el de Dvorak, una auténtica bestialidad. Y en aquella época dije, pues déjame probar a ver qué tal. Y probando, probando, me cautivó tanto que estoy ahora donde estoy.

Es difícil llevarlo a cuestas, ¿no?

No. Ya está casi todo inventado. Existen unas fundas ultraligeras que no pesan casi nada. Es más la sensación de aparatosidad, por el volumen, que otra cosa. La verdad es que es un instrumento que se deja llevar.

Chelo es también nombre de mujer.

Sí, para mí es un consuelo (Ríe).

En toda orquesta que se precie se asocian chistes a cada una de las cuerdas y...

No, no. Así como las violas, sobre todo, son blanco de las bromas, también en menor medida los contrabajos, de los chelistas no suele ser normal escuchar los tan manidos chistes.

Por encima de lo idílico que supone para el público escuchar compases de música clásica, ustedes sufren enfermedades profesionales.

En el caso de los chelistas, mantenemos la posición más natural entre todos los instrumentos de cuerda, lo que repercute en que tengamos menos lesiones que otros músicos. Solemos padecer ciertos problemas de hombros o también de abductores, por la postura que adoptamos, pero no somos quienes más sufrimos.

Cuando escucha El canto de los pájaros, del maestro Casals, ¿qué sensaciones le provoca?

Lo tengo como referencia porque mi maestro, Lluís Claret, estudió con Casals. Y, además, ese tema lo asocio directamente con él, con mi etapa de estudiante en Barcelona. Es sin duda un canto a la libertad, que se ha convertido en una melodía internacional.

Con la guitarra se parrandea, el violín es agudo y animoso, las notas del piano envuelven y cautivan... ¿Con el chelo se liga?

Sí, claro. Es un instrumento que enamora, provocando un sentimiento que invade tanto a quien lo toca como a quien lo escucha.

¿Quién es su mejor acompañante, la voz, el piano?

Es muy versátil y se adapta a todo. De hecho, en mi reciente trabajo, titulado Mösting, el chelo recorre diferentes registros, muy melódicos, con diferentes texturas... Digamos que casa bien con todo y esto sucede con cualquier instrumento. Si hay un buen músico detrás, todo es perfectamente combinable. Además, en un mundo tan global como el que vivimos todos nos sentimos más unidos.

¿Qué diferencia ha sentido entre ser músico en un foso, a desarrollarse creativamente de manera individual?

El músico de una orquesta está sacrificado a responder al repertorio. Suelen ser programas interesantes. Pero la dimensión del solista es distinta. El trabajo del músico de atril es complejo y hay que estar preparado; exige una enome responsabilidad. Lo mismo sucede con el solista y, en mi caso, por el hecho de abordar nuevas propuestas, me requiere una exigente labor de investigación. A eso se añade el manejo y la incorporación de nuevas tecnoclogías, a través de ordenadores. Son dos pefiles diferentes que requieren pefección y tiempo, pero ninguno es mejor que el otro.

Desde la formación académica, la clásica, ha incursionado en el mundo de la electrónica.

He experimentado en diferentes ámbitos y he disfrutado de la posibilidad de haber participado en maravillosas formaciones y proyectos. En su momento pertenecí a la Sinfónica de Tenerife y la dejé porque entendí que no era mi camino. Cuando toco junto a una orquesta me lo paso genial, pero mi partitura es otra: la composición, la investigación...

Y también la docencia.

Me apasiona inculcarle a los alumnos no sólo el nivel técnico, la limpia ejecución, sino sobre todo el amor por la música.

No sólo se enseñan notas, ritmo, musicalidad...

Fundamentalmente se transmite una manera de sentir, de acompasar y musicar la vida; es un factor de socialización que ayuda a compartir. Por eso considero que la enseñanza musical es básica en los planes de estudio.

Los artistas se han reivindicado en tiempos de pandemia.

Se agradece ese acercamiento espontáneo a las manifestaciones artísticas.

¿Tuvo el impulso de salir con su chelo al balcón?

No lo hice, pero durante los primeros catorce días de confinamiento, propuse a otros compañeos montar una serie de videocomposiciones, tituladas 14 días, que colgamos en las redes, con distintas colaboraciones.