La situación es inédita y los conflictos que plantea también. Más allá del ámbito sanitario, económico y social, pero precisamente a causa de la salud, el dinero y las relaciones con los otros, la crisis del coronavirus también está trayendo nuevos dilemas éticos, un horizonte moral ante el que la sociedad le cuesta moverse con seguridad. En la primera parte de la pandemia se han visto acciones heroicas pero también contradicciones terribles, como cuando el mismo vecindario que salía a aplaudir a los sanitarios insultaba al enfermero cuando regresaba a casa por la noche. Tras acatar sin apenas resistencia el estado de alarma, el repliegue de las medidas aumenta las dudas de la población, la responsabilidad individual y el posible conflicto a la hora de actuar bien o mal.

El catedrático de Filosofía del Derecho Benjamín Rivaya concede que resulta más fácil cumplir una regla que te dice que está prohibido salir de casa que aplicar un principio que diga que actúes con prudencia. "Acerca del no salgas de casa hay poco que decir, o sales o no sales. Pero sobre actuar con prudencia, ahí se puede discutir mucho. Es fácil, por ejemplo, no ir a más de 120 kilómetros por hora con el coche, pero ¿cómo evitar que de pronto se nos junten varios en la calle y no cumplamos con la distancia social? Lo que tenemos delante es el planteamiento moral y político típicamente conservador, el de ser prudente y precavido, es el valor de esta crisis, la prudencia, que, por otro lado, es el valor jurídico clásico. Se puede aplicar lo que decía Edmun Burke, que más vale pecar de desconfiado y previsor, que es también lo que tenemos que pedir a nuestros representantes políticos".

¿Por qué hay que actuar así? ¿Por qué tenemos que obedecer las normas? Son, explica Rivaya, preguntas clásicas que ahora encuentran su respuesta en un concepto bastante tradicional, el del "bien común". "Es algo de lo que ya hablaba la escolástica y que luego fue muy criticado. El marxismo decía, por ejemplo, que no había bien común sino de clases, y ahora hablaríamos del bien de género, por ejemplo. Pero al margen de que podamos aplicar estos criterios a la forma en que cada uno sufre el virus, la pandemia nos dice precisamente esto, que existe el bien común, que esto nos afecta a todos y que incluso nos parece bien que se restrinjan derechos humanos fundamentales para proteger ese bien común".

Leonor Suárez Llanos, profesora también del área de Filosofía del Derecho, añade algunos matices en una pandemia que imagina como "el antónimo de una revolución", en tanto que "se ansía la normalidad frente al desorden y la ruptura y reina el miedo frente a lo desconocido y no el vigoroso anhelo de sustituir el orden establecido; porque creemos que hay un bien que es común en el mantenimiento del statu quo". A la idea de que el virus afecta a todos, Leonor Suárez opone la constatación de que la crisis ha funcionado como un contraste que pone en evidencia los problemas que arrastraba la sociedad: "La falta, la pena, el miedo y la necesidad". Así, llega a la conclusión de que detrás del viejo dilema ético que enfrenta la ética liberal de la economía a la ética social de la salud, hay otra pregunta sobre qué pasa cuando no obedece el que quiere sino el que puede, como esos sin techo que en ninguna casa pueden encerrarse porque les falta ese derecho a una vivienda digna y adecuada. "Como la pandemia aminora geométricamente la protección de los derechos y la garantía democrática del bienestar de quienes ya eran vulnerables, pudiera fallar el deber, y no el querer, cuando no se puede obedecer. Porque es como si los efectos pandémicos no fueran democráticos, ni igualitarios y se cebaran con quienes sufren la necesidad, la enfermedad, la diferencia de la horma normativa, con quienes trabajan en los márgenes del mercado, en las labores de cuidado, quienes son víctimas sistémicas de la violencia localista, racista, capitalista, ideológica, de género€ Y si es así, nos enfrentamos a nuevos conflictos éticos que cuestionan las razones del poder, de nuestra nueva obediencia y la naturaleza posverdadera de todo lo que creíamos saber y entender de nuestras verdades sociales, políticas, jurídicas y económicas, ahora ya enredadas en ovillos de estados de opinión y convicción virtual y masificada". La conclusión, resume, es que este desequilibrio en los efectos de la pandemia sea un revulsivo. "Que nos lance de la casa de nuestros prejuicios y que nos revuelva con la violencia de la razón contra lo establecido y en favor de que cada cual pueda acceder en pie de igualdad material a su propia concepción de ser, deber ser y de vida justa".

El párroco Fernando Llenín, doctor en Teología y profesor de Religión, llega por otros caminos a un deseo similar al de Leonor Suárez cuando admite que conserva la "ingenua esperanza de que lo que viene a continuación tendrá un significado espiritual". No se refiere Llenín a lo biológico, lo médico, la organización de la sociedad o una mera espiritualidad cosmética. "A lo que me refiero es a la posibilidad de que esta crisis nos ayude a despertar de un cierto sueño materialista y egocéntrico en el que nuestra sociedad estaba metida, un egocentrismo materialista que nos impedía descubrir al otro, muy individualista, en el que cada vez estábamos más metidos en nosotros mismos y con mucha soberbia. Porque esa sociedad tan opulenta, tan rica de la que veníamos, ese despilfarro, ha sido un escándalo para los pobres y necesitados". Por eso confía en que lo que se avecina sea un despertar espiritual. "Para un creyente en todas las cosas hay una llamada, en el sentido de encontrar una urgencia. Aquí debería ser el despertar de ese sueño egoísta, de esa soberbia de creernos el centro del mundo". En esa esperanza, añade, será importante el papel de la familia, que aunque haya cambiado sigue definiéndose por "los vínculos de lo que llamamos amor". "Y no es una sensación de un sentimentalismo epidérmico; cuando decimos amor es la sensación profunda de lo que nos une a otros. Lo que espero es esa resurrección espiritual, no espiritualista ni de efluvios gaseosos, sino un resurgir de la dimensión espiritual trascendente".

Siempre escéptico, el escritor y humorista Eduardo Galán no cree que la crisis nos vaya a hacer mejores, sino que sacará lo peor y lo mejor de cada uno, aunque prefiere creer que hasta la fecha la sociedad no se ha comportado del todo mal y que ahora, tras repetirlo unas cuantas veces, los que salen a hacer deporte o pasear también se sepan comportar. El problema, reflexiona, tiene más que ver con la incertidumbre y con las ansias de certeza. "Al final es lo que quieres, tener certidumbre, pero en estas circunstancias... Por un lado ignoramos muchas cosas del virus y por otro parece que tampoco sabemos muy bien cómo comunicar las cosas, adelantando documentos en ruedas de prensa confusas antes de presentarlos a la opinión pública". Pero a veces la información no es suficiente. "Hay cuatro cosas que ya deberíamos saber sobre la distancia, cuándo y cómo utilizar las mascarillas, pero no sé si por dejadez o porque la gente está muy quemada, ves bastante desfase. Cuando voy al supermercado y veo a ese señor mayor hablando a 30 centímetros de la cara de la cajera pues también lo entiendo. Lo de la responsabilidad individual es complicado, y hay actitudes criticables pero también comprensibles". Sobre la necesidad de información, Galán también critica el listón bajo o el autoengaño al que muchos se someten. "Es verdad que los políticos cometen errores, pero, ¿por qué te crees más al chigrero de al lado que te manda un bulo que lo que ha dicho el ministro de Sanidad? No entiendo lo de anteponer la desconfianza ante los expertos y los medios oficiales, hay que intentar aceptar que la gente no lo sabe todo, que es una situación nunca antes vista y que hay que tranquilizarse. También lo digo en el otro sentido, del que busca el dato fiable como un loco. Porque yo creo que no los tendremos hasta dentro de un año, y que de nada vale tener un algoritmo muy potente si lo estás alimentando con datos sobre los que no puedes poner la mano en el fuego, porque ya hemos visto, por ejemplo, que cada país cuenta a sus muertos de formas distintas. Mi conclusión es que no tenemos ni idea, y, por tanto, el que exige certezas ahora mismo o es un idiota o es un aprovechado que quiere beneficiarse de los idiotas".

Idiotez e información están también en el análisis que realiza el escritor y profesor de filosofía Eduardo Infante. Con el desconfinamiento y el desplazamiento del peso de la responsabilidad al individuo, Infante establece una comparación a mayores, sobre cómo el ciudadano había ido delegando esa responsabilidad mucho antes, al pensar que con depositar el voto podía desentenderse de los problemas y dejar que lo solucionasen los políticos. "Ahora las circunstancias cambian y nos obligan a asumir nuestra responsabilidad. Lo hablo con sanitarios y es cierto que hay mucha estupidez en el comportamiento de determinadas personas que puede ser fruto de la falta de información. Pero volvemos a lo mismo. Ser ciudadano implica estar informado, y gran parte del hecho de que la gente no respete las normas se debe a que no comprenden su sentido. Por un lado hay que intentar entender qué es un virus, cómo nos afecta, por qué hay que lavarse las manos. Y por otro ser muy conscientes de cómo nos informamos, de las 'fake news' que recibimos y de la responsabilidad que asumes cuando sigues una cadena de bulos".

Infante admite que en el descrédito a la información oficial han tenido mucho que ver los políticos. "¿Cómo confiar en una clase política que en general ha utilizado la mentira como herramienta, o el discurso manipulador para arrancar votos? Uno espera que las decisiones que se tomen tengan que ver con la salud, pero ¿qué sensación tenemos cuando vemos que ante las críticas a una decisión el gobernante cede a la presión y cambia el sentido de la norma? El objetivo, entonces, no es la salud, sino, de nuevo, arrancar votos, conseguir aceptación". Pero por eso, precisamente, Infante recomienda tratar de aproximarnos lo más posible a los hechos científicos y recobrar la responsabilidad ciudadana perdida hace tiempo. "Nosotros somos los que construimos el modelo de Estado, no es un Leviatán que venga de fuera. Y ahora mismo tenemos una herramienta como internet, que nos permite ver fotos de tu exnovia en Instagram pero también saber por qué hay que ponerse mascarillas. Es la idea de Kant de que ante la libertad de acceso a la información es responsabilidad de cada uno no superar la minoría de edad del que no sabe, del que no está informado". Esas mismas herramientas sirven no ya para ser controlado por el Estado como se ha visto en algunos países y asumir el falso dilema entre seguridad y salud, porque se puede estar protegido sin vender la intimidad, sino, al revés, fiscalizar la labor del Gobierno y pedir que no tomen medidas "por nuestro bien", instaladas en el paternalismo, sino en evidencias científicas.

Tres apuntes más de este andaluz. "Los griegos empleaban la palabra 'idiota' para referirse a los que en las asambleas eran incapaces de interesarse por el bien general y solo les preocupaba el particular. Cuando veo a la gente indignarse desde su pequeño mundo, porque son padres y no pueden salir los niños, o porque no lo son y les molesta ver niños en al calle, veo idiotez generalizada. Cada uno tenemos que intentar salir de nuestra circunstancia y entender que estamos insertos en una sociedad más compleja. Hay una frase que repito mucho a mis alumnos de Viktor E. Frankl, una reflexión suya después de haber estado en los campos de concentración: 'Nadie debería juzgar a otro a no ser que estuviera totalmente seguro de que en sus mismas circunstancias haría algo completamente diferente'". Una última consideración es la del miedo y su infantilización, ir por la calle y ver al otro como alguien empuñando un arma. "Hay que mantener los metros de distancia, pero eso no significa entrar en pánico, porque el miedo activa la amígdala, nuestra parte reptiliana y anula nuestra capacidad racional. La única forma de perder el miedo es, también, entender cómo funciona la enfermedad".

De ese miedo habla el psiquiatra Guillermo Rendueles citando una reflexión reciente de Fernando Savater sobre la nueva sociabilidad del erizo, que se basa, a su vez, en el dilema de Schopenhauer sobre los puercoespines en invierno: para no tener frío se juntan pero cuanto más se acercan, más dolor se causan con las púas. "Lo que viene es toda la pérdida de la espontaneidad", explica Rendueles, "lo que antes era salir de casa. Ahora, la nueva cotidianidad, si alguien me la hubiera contado antes de todo esto, el lavarse las manos, quitarse la ropa, ponerse la mascarilla, los guantes, hubiera dicho que tenían un trastorno obsesivo-compulsivo. La ambivalencia va a ser tremenda y nuestros rituales de sociabilidad van a cambiar mucho, marcados por ese estar alejados, la pantalla en los negocios, la ventanilla que vuelve al banco. Junto a ese trastorno obsesivo aparece también ese miedo de ver al otro como peligroso. Porque el virus no existe, es el portador el que resulta peligroso, y el portador son los que nos rodean, los extraños, de los que desconfiamos, y ese es el trastorno paranoide. Creo que esas dos cosas, las muchas fobias y la visión del otro como peligroso es lo que va a marcar la nueva situación, más que trastornos de estrés postraumático".

En la nueva sociabilidad del puercoespín Rendueles también intuye que se privilegiará la comunicación a distancia y el sexo virtual. "Me recuerda un viaje que hicimos a California en la época del sida, donde una autoridad nos preconizaba la masturbación como única práctica. Llegaron a montar masturbaciones colectivas. Creo que ahora también se incrementarán estos narcisismos con la necesidad de alejarse". En resumen, Guillermo Rendueles se queda con la ambivalencia de una sociedad que por un lado quiere que le aseguren que todo va a ir bien pero quiere también volver a la normalidad cuanto antes y que la gestión del riesgo la hagan otros. "Es una lucha entre el deseo y el miedo, es muy difícil, y a nivel personal la clave estará en la gestión del riesgo".