Un hospital grande puede necesitar 5.000 mascarillas diarias. ¿Dónde estaban cuando las necesitaban nuestros médicos? Guardaré rencor de por vida a este dodotis de cara con precio especulado que llega tarde, se usa mal y tiene una eficacia limitada para la mayor parte de los usos que se le quieren dar hasta que haya vacuna para el coronavirus.

El Gobierno y su comité secreto (¡qué excitante!) de expertos desacreditaron y desaconsejaron la mascarilla que será obligatoria en espacios públicos abiertos y cerrados a partir de hoy que no puedan garantizar la distancia de seguridad de dos metros. No estaban solos. Las de protección (FFP2, FFP3) no las recomendaban para la población general ni el Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) ni la Organización Mundial de la Salud (OMS) ni los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de EE UU.

La estrategia contra el contagio era mantener el coronavirus en la otra orilla: con distancia y agua corriendo de por medio. Las circunstancias del uso de mascarillas tienen muchas restricciones. Con los niños no hay quien pueda, las personas con dificultades respiratorias las toleran mal, los que tienen problemas de ansiedad no las llevan? Llega el verano, subirá la temperatura y será horrible? aunque en Corea del Sur viven en el bochorno y parecen haber nacido con ella puesta. Hay oficios en las que parecen tan indicadas como insoportables: cocinero, por ejemplo. No use mascarilla para hacer deporte o trabajos físicos, no use mascarilla para todo, no use mascarilla más de cuatro horas?

Se usan fatal

La principal relativización del uso de unos protectores es que mayoritariamente se usan fatal. Lo vemos en el trajín del quita y pon de la médica que hace declaraciones en el telediario, en la sangre seca que tiene a la altura de la nariz la mascarilla del carnicero, en cómo el fumador la convierte en la manta con la que el indio hace señales de humo, en los que atendemos el móvil y desatendemos las precauciones, en el que desoreja de un lado y la lleva al viento como Isadora Duncan la chalina, en los pichafuera que la colocan debajo de la nariz, en las que la llevan como barbuquejo de amazona, en los que la ponen de babero, en la lucha contra el vaho de los que llevan la vista corregida por lentes con montura...

Lo advirtió el primer ministro de Irlanda, Leo Varadkar, médico: el uso es aconsejable, pero no obligatorio. Reduce la posibilidad de ser infectado si hay toses o estornudos que no guardan distancia de seguridad, pero si te tocas para recolocarla puede contagiarte con lo que lleves en los dedos y, sobre todo, puedes sentirte más protegido de lo que estás.

El agua y la distancia siguen siendo básicos contra el contagio, pero para que funcionen los negocios hay que aumentar la presencia y menguar la distancia y eso pone a tiro de gotícula en algunas circunstancias y espacios como los transportes públicos a los que, en cada parada, sube gente sin parar.

-Hala, mascarilla y a trabajar, que esto tiene que moverse.

La mascarilla parece la única salvación económica de la aviación, porque la distancia pondría los precios de los vuelos por las nubes. La Unión Europea parece aceptarlo. Hubo un tiempo en que los pasajeros solo tenían miedo a volar.

La mascarilla gusta a las personas que tienen miedo porque da sensación de seguridad. La sensación de seguridad será la batalla de los negocios para que los consumidores puedan recuperar parte de la vida corriente. Cuando alguien hable de crear "sellos de seguridad", desconfíe. Nadie honrado puede garantizar la seguridad. Son juegos de manos con gel hidroalcohólico. Sello de paripé.

-¿Quieren seguridad? Aprendamos lengua de signos en vez de hacer chistes con la traductora para sordos de Fernando Simón. La lengua de signos habla sin gotículas en la pandemia.

-¿Y algo más rápido que se pueda comprar no tendrá?

La mascarilla es protocolo para la desescalada y el cambio de fase con negocios abiertos, y eso garantiza su uso absurdo y convencional. Cuando pedí cita para ir a la peluquería -será pelo y barba- me advirtieron de que la mascarilla era obligatoria.

-¿Cómo me va a afeitar con mascarilla?

-Es protocolo.

Llevé mascarilla a la entrada, mientras mantenía distancia de seguridad. También mientras me rapaban, la mayor parte del tiempo desde atrás. El barbero me la quitó para afeitarme, desde delante y desde cerca, es decir, cuando más peligro corría él tras la mascarilla. Por su seguridad, esquivé la conversación.

Un paripé

La mascarilla fue paripé durante el mes largo del confinamiento en que escaseó. En algunas farmacias, en muchos supermercados, en los hospitales se llevó la misma mascarilla durante días, más en pro de la imagen que en contra del coronavirus. La ausencia de mascarilla disgusta a las personas más timoratas, que tienen derecho a serlo, pero no a imponerlo ni a contagiar su temor.

Involuntariamente, el Covid-19 hizo para el producto llamado mascarilla una pura estrategia de marketing universal. Se creó la necesidad, no se satisfizo y aumentó el deseo entre los consumidores. La industria farmacéutica y sanitaria no pudo atender la demanda de los particulares, tan ocupada como estaba en especular y engañar a los gobiernos del mundo con algo más de fraude, falsificación, engaño y frustración de las expectativas que lo hace habitualmente el mercado, pero con beneficios económicos mucho mayores y perjuicios inasumibles para la salud.

Cada dos por tres leímos noticias de comunidades autónomas que han debido retirar decenas de miles de mascarillas defectuosas. Nuestra sanidad se encontró con unas paradójicas mascarillas de alta protección de baja calidad y se deshizo de ellas.

Por cierto, nos engañan más que a los gobiernos. Estamos comprando falsificaciones de un producto del que ni siquiera conocemos el original. Pero podemos tranquilizarnos: Clint Emerson, el Navy Seal retirado autor de la famosa guía de supervivencia, dice que las corbatas y pañuelos de seda pueden ser sustitutos razonablemente eficaces cuando no hay mascarillas.

Convertidas en necesidad

El mercado de lo innecesario detectó en seguida que se había creado una necesidad. El producto tenía muchas posibilidades. Intuitivamente, las mamás costureras manufacturaron mascarillas de muchos colores para sus niños. Mascarillas placebo, que no hacen ningún mal, ni ningún bien, que deberían ser blancas, aunque solo fuera para detectar si las manipulan inadecuadamente con manitas sucias. Si esto lo hace una mamá, con lo que te quiere, qué no hará una empresa de moda que solo quiere tu dinero (electrónico, por favor, aunque las monedas no transmitan el bicho). Llega el momento de las mascarillas "divertidas". Divertida es la palabra con la que el mercado de la moda mete colores chillones, hace patrones absurdos, estampa gilipolleces y cobra más de lo normal por ello.

El récord lo bate el fenómeno involuntario creado por Tiziana Scaramuzzo, propietaria de una tienda, que ideó el trikini, cuya tercera pieza era una mascarilla a juego. (Ya se había propuesto la fabricación de mascarillas con copas de sostén). Tiziana pensó la broma para sus empleados, su hija hizo el meme y la memez respondió al instante en forma de demanda de trikini pospandemia para un verano que tiene la playa en duda.

De la caída de ventas de lápices de labios en favor de la venta de lápices de ojos y de cómo la mascarilla favorece la máscara de pestañas se leerá en seguida, junto a los reportajes sobre las atrocidades que sufren las mujeres en las guerras africanas. Estas cosas hacen partidario del top-less (literalmente, "sin lo de arriba") del trikini, que sería la mascarilla. Incluso doble partidario.

El costureo y el postureo coinciden en la mascarilla, el primer elemento pandémico con el que se puede hacer el pijo. Etimológicamente, la máscara viene del árabe y pasando por la idea de la burla llega a la de la impostura. La mascarilla también, aunque sea una impostura o una burla diminutiva. La mascarilla que nos tapa la boca habla por nosotros más allá de elegir la que evita el contagio, la que evita contagiar, la que nos hace picudos o patos Donald. Dice del que la lleva sucia, del que se la ha hecho con cuadro Burberry o forro Vuitton, del que ha elegido la funcional, del que prefiere la tecnológica, que recuerda a Darth Vader, del de la bragacara que tapa todo limpiamente, del que lleva la que tú bordaste en rojo y gualda ayer, del portador de la propagandística con la bandera de la Comunidad de Madrid por todo el morro. En seguida las habrá publicitarias.

Odio la mascarilla

Tengo mascarilla. La llevo encima como los niños hambrientos de la posguerra llevaban una cuchara en el bolsillo, por si se encontraban con una sopa. Llevo la mascarilla por si me topo con una avalancha o me veo en un barullo sobrevenido, porque hay circunstancias en las que protege más que nada y porque desconfiar del protocolo no te libra de él, como habrá notado todo el que se haya visto sometido al estrés estúpido de una recepción real.

Pero por la calle prefiero ir a cara descubierta y mantener la distancia de seguridad. Ahora el aire sabe rico y llevar incomodísima mascarilla embarra la respiración con nuestro propio CO2, como si hiciera falta equilibrar el que zampamos cuando el tráfico está a pleno rendimiento.