Me sigue impresionando la capacidad humana de adaptación. Cómo los seres humanos nos plegamos sin rompernos. La humanidad entera está aprendiendo a vivir confinada. En un tiempo récord. Soportándolo estoicamente. No nos equivoquemos: lo estamos haciendo extraordinariamente bien.

Hay un subcolectivo dentro de toda esa humanidad que nos está demostrando, por encima del resto, esa capacidad de adaptación. Que nos está demostrando entereza, responsabilidad y empatía. Nuestros niños. Nuestros niños que se muestran día tras día como ciudadanos ejemplares en esta pandemia.

Hemos oído, incluso repetido, hasta la saciedad, lo blandos que son los niños de esta generación. Que son unos mimados y unos mimosos. Que no saben tolerar la frustración. Que carecen de disciplina y respeto. Que no saben lo que es la vida. Que vaya futuro nos espera con estas generaciones.

Y resulta que aparece esta situación sin precedentes cercanos, que nos ha cogido a toda la humanidad sin verlo venir, nos ha vapuleado, y nos dejado nuestro repertorio emocional básicamente reducido a tres emociones muy primarias: miedo, ira y tristeza. Incredulidad con sensación de disociación en ocasiones. Sin saber muy bien qué pasa, desconcertados, en una lucha constante entre pulsiones internas y realidad externa.

Y entonces nos volvemos hacia nuestros niños. Y los vemos confinados, repitiendo como un mantra que para vencer al bicho malo hay que quedarse en casa. Y lo hacen. Sin trampas ni excusas, sin inventar tretas para saltarse las normas. Ellos, a los que les rebosa la energía y necesitan más que ninguno de nosotros correr, saltar, gritar, jugar... Ellos escuchan atentamente y entienden que para salvar vidas tienen que quedarse en casa y lavarse mucho las manitas. Y lo cumplen. Se frustran en ocasiones, y se recolocan rápidamente. Se adaptan. Buscan las ventajas. Se pliegan, sin romperse, para poder volver a enderezarse cuando llegue el momento.

Nuestros niños inventan, imaginan, dibujan, ríen, cantan, bailan, hacen la tarea del cole, ayudan en casa, videollaman a sus abuelos y les dicen que tienen que cuidarse. Cuando tienen, como en mi caso, un papi o una mami sanitario entienden que no pueden darnos besos ni abrazos. Que nos los tienen que dar desde lejos y guardárnoslos para cuando esto termine. Nos dicen que somos valientes, y eso nos da fuerza y ánimo para seguir adelante en nuestro trabajo. Salen al balcón a las 7 y aplauden con más fuerza que ninguno. Saben quiénes son los héroes de esta guerra y actúan en consecuencia.

Nuestros niños nos están dando una auténtica lección de humildad, de la que debemos aprender y estar agradecidos. Reconocer que nos equivocamos con ellos. Que lejos de ser unos blandos, son los ciudadanos más ejemplares de nuestra sociedad.

Ahora es nuestra obligación como adultos estar a la altura del listón que ellos han marcado. Cuando me preguntan como psiquiatra por las posibles repercusiones que el confinamiento puede tener a la larga en la salud mental de nuestros hijos, siempre respondo que de lo que nosotros les devolvamos. Podemos elegir entre anclarnos en esas tres emociones básicas que comentaba antes o aprender de nuestros niños y devolverles lo que ellos nos dan: adaptación.

Ello no implica no tener momentos de tristeza, ni de rabia, ni de miedo. Estas emociones también aparecen en ellos, y es importante identificarlas, expresarlas, ponerles nombre y explicarlas con la misma naturalidad con la que se explican otras como la alegría. Hay que validar las emociones, sean cuales sean. En cuál decidamos quedarnos y anclarnos sí que será clave en la salud mental de nuestros hijos.

Considero que ahora les debemos, como sociedad, como padres, como educadores, reforzarles esa capacidad de adaptación que demuestran más que de sobra, apoyarles, ayudarles a poner en palabras a sus emociones, jugar mucho con ellos, permitirnos imaginar e inventar y hacerles este camino lo más llevadero posible, tal y como ellos lo hacen con nosotros.