A Albert Uderzo le gustaba Obélix, uno de sus grandes personajes, y a Obélix le gustaban los jabalíes, que hasta donde sabemos no eran de la predilección de los antiguos galos, que preferían las liebres y, todo lo más, los pequeños ciervos. Los franceses siempre se han decantado por la caza menor y, naturalmente, los animales de granja. La Galia prerromana era un territorio cubierto de bosques vírgenes donde la agricultura estaba poco desarrollada; sin embargo, no sucedía así con las tierras fértiles que empezaban a presagiar la generosa campiña de nuestros vecinos. La arqueozoología ofrece datos sobre la dieta de carne en las poblaciones galas de la antigüedad; la mayoría de los animales consumidos procedían del ganado. Varrón ya hablaba en el siglo I de la renombrada charcutería gala, de la exportación de salchichones y jamones. Con la romanización, los pollos, las ocas, los patos, los pichones... empiezan a ser frecuentes en los menús, y no se renuncia a los caballos y a los perros. Las carnes son asadas a la parrilla, dadas las circunstancias y el lugar, pero lo más habitual era hervir la vianda. Otra cosa es que en algún momento de la historia y para desmarcarse de la simplicidad de los vecinos insulares, en Francia decidiesen seguir por otro camino y entregarse a una mayor sofisticación.

Ordenalfabétix, el pescadero, que pese a vivir en una aldea junto al mar, se empeñaba en comprar el producto transportado en carros de bueyes desde Lutecia y Massilia, en realidad no hubiera vendido el pescado que todos sus juiciosos vecinos detestan en las famosas historietas. Los arqueólogos, a su vez, han hallado muy pocos restos de caza en las excavaciones de los lugares donde supuestamente se asentaron los galos. Pero Obélix, como era un galo irreductible, se encapricha de los dichosos jabalíes, incluso cuando los británicos se esfuerzan en aquel inolvidable viaje en servirlos hervidos con salsa de menta.

No era el jabalí una comida popular en la Galia auténtica pero sí poseía un influjo totémico y estaba rodeado de una aureola mítica. Ahí tienen el carnvx, esa especie de cuerno largo que utilizaban los galos. Los que cazaban jabalíes eran los romanos. Hacerlo formaba parte de una actividad noble. En Roma, en el Arco de Constantino figuran varios relieves del emperador Adriano cazando. Entre las presas se encuentran jabalíes, además de osos y leones, de sus incursiones en Egipto. Plinio el Viejo cuenta cómo la afición a los cerdos salvajes lleva a abrir parques para ellos. Están en el famoso banquete de Trimalción, en El Satiricón, donde los jabalíes son servidos en grandes bandejas mientras de sus colmillos cuelgan cestas con dátiles. Alrededor de su cuerpo se colocan bayas para evocar la leche que amamanta a sus crías y al cortarlos por el costado vuelan los zorzales encerrados en sus entrañas. Petronio era un exagerado, como muchos de sus coetáneos, pero refleja el gusto romano por el exceso y la glotonería que la ilusión excita convenientemente. En la colección de Apicius De re coquinaria, el jabalí es protagonista con una decena de recetas, salsas y la forma de rellenar embutidos con su carne, algo especialmente novedoso. Las salsas no solo son para marcar el ya de por sí pronunciado sabor de la carne, sino más bien para disminuirlo o hacerlo llevadero. Hay de todo: están elaboradas con pimienta, orégano, apio, cilantro y cebolla; miel húmeda, vino, garum y aceite.

Goscinny y el recientemente desaparecido Uderzo proyectaron otra dimensión del mito haciendo de Obélix el mejor propagador de una de las carnes más apreciadas por sus adversarios, los locos romanos. El chef Thibaud Villanova imaginó hace años en un curioso libro las recetas de los populares personajes del famoso cómic francés. Es un recetario organizado partiendo de las regiones visitadas por Astérix, Obélix e Idéfix, no nos olvidemos de Idéfix. Los platos están adaptados a nuestro tiempo con ingredientes accesibles y no falta entre ellos el animal totémico. Jabalí dorado, jamón de Lutecia y manzanas asadas de Abraracourcix. Incluye también un glosario de las hierbas utilizadas a cargo, ¿cómo no?, de Panoramix, el druida de la poción mágica.

Goscinny, que al igual que Uderzo, era un buen gourmet, es autor además de un razonamiento culinario tan simple como lógico: "Al ver cómo las bestias se comían a los hombres, estos decidieron que podían comerse a las bestias; de ese modo se inventó la carne que pasó a formar parte de los hábitos y de los menús".

Por delante del hábito siempre ha existido un aventurero o un descubridor. A veces hasta el punto de costarle la vida. "El primer tipántropo que tuvo la descabellada idea de morder un hongo debió de dar con uno bueno; de otro modo, me juego lo que sea a que hoy comeríamos tantos hongos como bayetas al vino blanco", escribió el propio Goscinny en sus crónicas ilustradas. Lo peor de todo es que, envalentonado, tras haber superado la prueba micológica, el tipántropo de marras pudiera haberse dicho: "Si hongo marrón, muy bueno, el bonito de allá rojo con puntos blancos, ¡aún mejor!". Tras lo cual, como apuntó el guionista de Astérix, la familia del desdichado héroe tendría que haber sacado como conclusión: "Hongo marrón, bueno. Hongo rojo con puntos blancos, desconfiar". Tengamos en cuenta que en los umbríos bosques de donde proceden los irreductibles galos conviven los boletos con las amanitas muscarias.

¿Y si Obélix no hubiera realmente caído de pequeño en el caldero de la poción mágica y su alucinación fuera producto de los hongos? Como saben, era un tipo bastante confiado.