En los sesenta del pasado siglo, Asa Briggs, historiador británico, especialista en la época victoriana, llamó a sus colegas a centrar la atención en el progreso mortal del cólera del siglo XIX, que hasta entonces habían descuidado en gran medida. Insistió en que cuando lo hicieran, tendrían que realizar mucho más que un simple ejercicio de epidemiología médica, porque el cólera era una enfermedad de la sociedad en el sentido más profundo: en particular había golpeado a los pobres despiadadamente, prosperando en sus condiciones de vida miserables. Cada vez que amenazaba a los países europeos, avivaba las aprensiones sociales. Dondequiera que se extendió, probó la falta de eficiencia y resistencia de las estructuras administrativas locales. Expuso implacablemente deficiencias políticas, sociales y morales. Provocó rumores, sospechas y, a veces, violentos conflictos sociales. La epidemia de Hamburgo de 1892 es el ejemplo más claro: al hacinamiento de la población con menos recursos y la falta de higiene se sumó la inoperancia de las autoridades locales que jamás llegaron a tiempo para atajar la propagación de la plaga.

Este debate está vigente en la actualidad terrible del coronavirus en Europa. Las condiciones precarias de vida no son las mismas que cuando el cólera pero sí está en entredicho la capacidad de los gestores para hacerle frente. Existe un caso general y cuestiones particulares. Por ejemplo, con los datos en la mano no es fácil sustraerse a la especificad española ni dejar de asombrarse con las cifras comparativas. Si el 7 de marzo las víctimas mortales del virus en España eran 10 y en Corea del Sur 44, ¿cómo es posible que el 2 de abril, menos de un mes más tarde, los muertos en este país fuesen 10.348 y en Corea solo 169? Respuesta: en el primer caso no se hicieron tests masivos, no se produjo una distribución del mascarillas a la población ni se impuso la obligación de usarlas, tampoco se recurrió a la geolocalización. En el segundo, sí. Ello permitió evitar el confinamiento y la paralización de la economía.

El debate sobre la responsabilidad sigue abierto. En la era de las comunicaciones no hay nada que lo pueda impedir ni siquiera cerrando los parlamentos. No sucede como en las epidemias y en las guerras del siglo pasado que, sin la discusión de ahora, la depuración de la culpa en la opinión pública se posponía.

En el Reino Unido el "yo acuso" se produce coincidiendo con la fuerte aceleración de los contagios y el balance de muertos, pero también con los cambios y la transformación a marchas forzadas tras el Brexit. Tan solo hace cien días el Primer Ministro, que actualmente se encuentra internado en la UCI, lanzaba al país un mensaje lleno de optimismo sobre el futuro británico. Este 2020 sería un año "fantástico" y el comienzo "de una década estimulante de crecimiento, prosperidad y oportunidad". Jonathan Freedland, en su columna del miércoles de "The Guardian", citaba la frase de Vladimir Ilich Lenin sobre el fermento de la revolución: "Hay décadas en la que no pasa nada; y semanas donde pasan décadas" En enero, el COVID-19 aparecía en los boletines informativos, etiquetado con la seguridad de las noticias que vienen del extranjero, para que la mayoría se burlase de la afición de los chinos a comer animales exóticos. Incluso a principios de marzo, escribe Freedland, el coronavirus no había enseñado sus dientes. La población se supone que conocía la advertencia oficial del riesgo de contagio pero no estaba segura de si debía tomarla del todo en serio. Los mismos políticos que difundían los mensajes de salud pública se saludan antes de una reunión chocando los codos pero la terminaban con apretones de manos y abrazos. El propio Johnson, en una rueda de prensa, el 3 de marzo, se jactaba de estrechar las manos de sus conocidos, incluidos, puntualizó, las personas infectadas por el virus. Un par de semanas después en las que pasaron décadas, explica Freedland, Johnson se encontraba enviando un mensaje televisado a la nación anunciado un encierro "en lo que podría haber sido una escena trillada de ficción distópica". Cerraban los pubs, los campos de fútbol, los cines, los teatros y las escuelas. Los lugares trepidantes se volvían de repente silenciosos. Otras dos semanas después del decreto, los muertos oficiales son más de seis mil y el propio Primer Ministro se halla recibiendo cuidados intensivos. Como escribe Freedland, efectivamente han transcurrido décadas en unas semanas.

La clave del fiasco de la gestión, como cuenta Martin Kettle, también en el "Guardian", es que los principales asesores científicos de Gran Bretaña sabían, a finales de febrero, que el país se enfrentaba la posibilidad de medio millón de muertes por el Covid-19 y estaba mal equipado para evitarlo. Pero, por distintas razones, no lograron presentar el caso con suficiente fuerza a los ministros. "Los fracasos actuales de liderazgo en Gran Bretaña no son ahora una cuestión de opinión, sino de hechos. Esperemos que no resulten catastróficos, pero deben ser reconocidos y evitados en el futuro tanto como sea humanamente posible", escribe Kettle.