Se denomina aerosol a la suspensión de partículas sólidas o líquidas en un gas, en nuestro caso el aire. La niebla es un aerosol, el orbayu es un aerosol, una tormenta de arena es un aerosol, las partículas industriales o de vehículos que contaminan nuestra atmósfera son también aerosoles, la mayoría de medicamentos que se autoadministran los enfermos respiratorios están en forma de aerosol. Los aerosoles se clasifican en función del tamaño de las partículas y este se expresa como su DMMA (diámetro de su masa mediana aerodinámica), lo que permite que se mantengan más o menos tiempo en suspensión en el aire y puedan llegar con la respiración al interior de nuestros pulmones.

Las partículas con un DMMA inferior a 0,5 micras alcanzan hasta lo más profundo de los alveolos y se depositan en esta zona, aunque pueden también volver a salir al exterior con la espiración siguiente. Además del tamaño, intervienen factores como la velocidad de entrada del aire, la geometría y el estado de las vías aéreas, su grado de humedad y lo que se denomina sistema de aclaramiento muco-ciliar, que puede estar muy deteriorado en fumadores. Este tamaño es también la forma habitual de nombrar a las partículas en suspensión del aire de nuestras ciudades durante los periodos de contaminación. Las conocidas PM-10, PM-5 o PM-2,5 hacen referencia en micras al diámetro mediano de las mismas. Cuanto mayor sea este diámetro existen más posibilidades de que queden estancadas en la nariz o en las partes más altas de las vías respiratorias. Por contra, cuanto menor sea el mismo, las partículas penetrarán hacia territorio más distal y alcanzarán los alveolos e incluso la circulación sanguínea.

No existe de entrada ningún impedimento para que las bacterias (el bacilo de la tuberculosis mide entre 0,2 y 0,7 micras) o los virus (un RNA virus como el coronavirus actual unos 120-160 nanómetros, y una micra equivale a 1.000 nanómetros) puedan también penetrar libremente hacia los pulmones con la respiración. La emisión de estos agentes víricos, desde una persona con la enfermedad Covid-19 manifiesta o incluso asintomática, a través de la tos, el estornudo, el habla o directamente con la manipulación de zonas infectadas y posterior depósito en la nariz, boca, u ojos de una persona sana, es pues una cosa relativamente fácil y la comprobación de este hecho es la pandemia que nos afecta. Además de todas las medidas de higiene, aislamiento, diagnóstico de contactos y los diferentes fármacos disponibles, existe la posibilidad de interponer barreras entre el emisor y el receptor del famoso virus SARS-CoV-2. Me refiero al uso de guantes y mascarilla de forma generalizada, que forma parte de una de las decisiones que van a proponernos en breve nuestras autoridades.

Las últimas publicaciones que nos llegan desde diferentes autores y centros de varios países avalan esta decisión ya que, como es evidente, el medio de transmisión del virus es a través del aire. Se trata de una patología claramente respiratoria que se inicia con el depósito del germen y la unión de sus espículas superficiales a los receptores de las células epiteliales de los pulmones. Lo que ocurra luego dependerá de muchos y variados factores; la denominada carga viral (cantidad y calidad de los virus que invaden), la penetración más o menos profunda de los mismos, el estado general del huésped, la capacidad de respuesta del sistema inmunológico propio, etcétera, pero no hay ninguna duda de que interponer barreras anatómicas a su llegada deberá resultar en una mayor dificultad en alcanzar su meta.

Otras cuestiones son las características de esta barrera en forma de mascarilla nasobucal, la cantidad y calidad de los artilugios existentes, el lugar donde es más aconsejable su colocación, los procedimientos de uso y de recambio, su disponibilidad y su coste. Todo esto puede y debe valorarse en aras de una mayor eficiencia de su implantación generalizada, pero desde un punto de vista protector, su eficacia está demostrada. Algunas sociedades como la china o japonesa hace años que la han instaurado como una medida preventiva, no solo ante las infecciones, sino también frente a la contaminación ambiental. Es también pues una cuestión de acomodamiento social, similar a la que se instauró con la obligatoriedad de los cascos en los motoristas, ciclistas o trabajadores de la construcción.

Me adhiero pues a la iniciativa de quienes proponen el uso generalizado de mascarillas en este momento, especialmente para circular por lugares públicos, además de la obligatoriedad ya existente de su uso en profesionales sanitarios (para ellos las de mejor calidad) y en personas con demostración de positividad frente al virus. Esperemos que, en la misma forma que nuestras autoridades están actuando de una forma adecuada ante esta pandemia, prevalecerá el conocimiento sobre el oportunismo y el salvar el máximo de vidas sobre el deterioro económico. Al fin y al cabo, pobres lo hemos sido y lo seguiremos siendo, pero la salud es un objetivo prioritario y debe prevalecer por encima de otras consideraciones.

*Neumólogo, catedrático emérito honorífico