Una severa calima, que se cebó principalmente con Gran Canaria y Tenerife, llegó como un regalo de Reyes el 6 de enero de 2002. Esta señalada fecha se vio envuelta en un aire irrespirable de color rojo tras una jornada de vísperas en las que abundaron las precipitaciones. En los primeros días de aquel año, una borrasca se desplazó de norte a sur pasando por Canarias. La mañana del día 6, el centro de aquella baja presión se situó al sur del archipiélago y los vientos empezaron a soplar fuertes de componente este, desde el vecino continente africano, descargando arena del desierto sobre las islas y dando comienzo a uno de los más extraordinarios episodios de calima de los que se tiene constancia. Aquella enorme masa se fue acercando, en principio de una manera ligera, apenas incómoda, y después colonizándolo todo: una masa de aire cálida y seca cargada de polvo. La tierra, aún humedecida por las lluvias de días anteriores, se secó en un instante. Mucha gente no dudó en buscar refugio en sus hogares. Quienes se aventuraban a salir a la calle lo hacían exponiéndose a sufrir problemas de salud; los vehículos encendían las luces en pleno día y la Isla, teñida de un inquietante color anaranjado.