Era mi mejor amigo. Como Paco Afonso, que lo precedió en este infalible destino de la vida, tenía un sexto (o infinito) instinto para sentir que debía hacerse cargo de cualquiera de nosotros, de sus amigos, de sus conocidos, también de los desconocidos que sufrieran necesidad de afecto.

Pasaban a veces meses e incluso años sin saber de él, y no era necesario que dijeras nada para que supieras que, cuando te buscaba, él llamaba para decirte cuánto sabía de ti y que si lo necesitabas. Porque, en efecto, lo necesitabas.

A Rafa siempre lo necesitabas. Ahora ya no está. Cuánto vamos a necesitar a Rafa. Rafael Cobiella Suárez, muerto al mediodía del domingo en el Puerto de la Cruz, la capital del mundo y la capital de su corazón, el lugar en el que, con Sevilla, Madrid o Nueva York, fue tan feliz como escuchando a Pink Floyd o hablando con sus amigos, en tertulias en las que mandaban su ternura y su música.

La felicidad que le dieron su mujer y sus hijos prolongó la que recibió de sus padres y de sus hermanos. Su padre, don Celestino, trabajaba, como él trabajó, haciendo que el dolor de los otros fuera su dolor y el mecanismo de su alivio. Sus palabras fueran aún mejor que los medicamentos que esta familia de médicos (Pedro Luis, el patriarca que heredó, además del oficio, la capacidad de poner orden y futuro al legado de don Celestino, tan querido por Rafa, tan tenido en cuenta como una prolongación sabia y sensata del padre) recetó como si curándote también te abrazara.

Rafa fue un muchacho feliz también cuando se hizo adulto, cuando se hizo médico, cuando se hizo el amigo de todo el mundo, y cuando enfermó y parecía que ni la enfermedad le menguaba la alegría feliz con la que condimentó la ansiedad de convertir la amistad en un regalo que nunca tuvo que envolver. Risueño y guapo, la vida le fue añadiendo generosidad, bondad y alegría, hasta el último suspiro.

A la familia dedicó su desvelo, y de ella recibía su alegría. Pero su energía sentimental daba para muchísimo más. Cuando supo que amigos del Instituto de Estudios Hispánicos estaban pensando en rendir tributo a la ciudad en la que nacimos, él adelantó una idea generosa que ahora tendrá que prosperar sin demora: dedicar a próceres del Puerto, de procedencias, culturas y dedicaciones muy variadas, libros en los que los estudiantes de ahora y del futuro puedan sentir el orgullo que él sintió por los antepasados. El Puerto es una cuna singular, de poco más de nueve kilómetros cuadrados, en la que se criaron genios de la literatura, de la música, de la investigación y de la medicina. Y él quería dejar a esa ciudad bellísima que él adoraba un instrumento educativo que sirviera para los chicos de ahora y del futuro.

Él y muchos de nosotros nos educamos en tiempos precarios. A él le ayudó la energía de su curiosidad y la capacidad de estar a la vez en varios asuntos, de la alegría de vivir al estímulo de saber. A veces discutíamos, antes de la adolescencia, sobre los grandes personajes de nuestras épocas, nos preguntábamos si éramos de derechas o de izquierdas cuando esas eran palabras fuera de uso o incluso prohibidas. Su sentido de la amistad, como la del muy añorado Paco Afonso, era la expresión duradera, eterna ya, de una generosidad idéntica a la de don Celestino.

A veces venía el padre a curarme por la tarde, de los ataques de asma que venían con el frío del barranco; y al anochecer venían al teléfono de casa las llamadas de Rafa. Por aquel entonces, a causa de esos ataques de asma, yo no podía ir a escuchar las clases de los Agustinos, y eran esas llamadas de Rafa las que resumían las lecciones. Tomaba apuntes para él y para mí, y toda la vida estuvo atento a cualquier cosa que ocurriera para que esos amigos que tenía desparramados por todo el mundo, entre ellos yo mismo, supiéramos por sus mensajes o por sus llamadas por dónde estaban yendo las cosas.

No había en Rafa Cobiella descanso en la alegría. Acudía a cualquier cita que él consideraba imprescindible para el desarrollo de su pueblo; hizo de la generosidad un valor mayor de su relación con los otros; prolongó esa pasión por vivir más allá del hecho imperioso del dolor, y regaló, con delicadeza, palabras que ahuyentaran del lado de los que podíamos sufrir el aire de pesimismo o de pesar que amanece o duerme o persiste en nosotros cuando vemos padecer a aquellos que queremos tanto.

Tenía, en su alma de médico, un océano de generosidad, amplio y entero como ese mar de Martiánez. De chicos discutíamos de fútbol y de política y de todo, y siempre había una risa que regaba los desacuerdos. Ahora me ha dicho Carmen, su mujer, que lo despedirán con su música favorita; también tendrá cerca, muy cerca, la música mayor de su vida, Carmen madre, Carmen hija, Ana, la otra hija, el hijo Rafita, la música de los hermanos, los amigos que ahora sentimos el hueco grande que dice adiós cantando con él la música embarullada de nuestras conversaciones.

El llanto del adiós será inevitable, porque reír es la parte de atrás de llorar, pero de nuestra memoria será imposible borrar esa risa de Rafa, que transmitía, como dice de la risa Pablo Neruda, un sentimiento sin el cual seríamos incapaces de vivir y de abrazar.

Rafa fue mi mejor amigo; no hacía explicarle qué necesitabas, él lo adivinaba antes. Este hueco grande hace la vida más pequeña, pero la engrandece también. El Puerto lo sabe. Ahora, cuando haya sol o nubes o suba o baje la marea, sabemos que tenemos que mirar el mar para contárselo a Rafa, el mejor amigo del Puerto y de todos nosotros.