Los incendios que asolan el sureste de Australia (los estados de Victoria y Nueva Gales del Sur, sobre todo) han empequeñecido los que, hace unos meses, arrasaban el Amazonas. Son dos tragedias ambientales en dos extremos del mundo, ambas de suma gravedad, pero con causas distintas. Por resumir, si el Amazonas arde por ambición (por quemas intencionadas para la explotación de sus recursos o la transformación del territorio), Australia se incendia por naturaleza: los fuegos son allí parte del ciclo ecológico (especialmente en el sureste, donde la cubierta forestal está dominada por los eucaliptos, un tipo de árboles muy combustibles y pirófitos: necesitan el fuego en sus procesos vitales) y el país está en el ojo del huracán del cambio climático, afectado por una sequía persistente y por temperaturas cada vez más elevadas (la cerilla que prende una vegetación diseñada para arder), y azotada por fuertes vientos derivados de los cambios en la atmósfera, que propagan las llamas a una velocidad devastadora e incontrolable.

EReconocimiento del Gobierno. El propio Gobierno federal australiano se ha visto obligado a reconocer ese vínculo entre los incendios y el cambio climático, pese a su obcecación negacionista (ahí le duele: Australia es el primer exportador mundial de carbón y la presión del sector es máxima). La evidencia es demasiado aplastante como para mirar a otro lado o señalar a otro culpable.

La creciente frecuencia y virulencia de los incendios ya se conoce y está documentada y advertida desde hace lustros. Pero, como suele ocurrir, hasta que no se le han visto las orejas al lobo se ha practicado la estrategia del avestruz (sirva el símil, aunque no sea esta tierra de avestruces, sino de emúes y de casuarios): se ha escondido la cabeza para no ver, y así negar, la evidencia. Veintitrés fallecidos, decenas de miles de desplazados y afectados, 500 millones de animales muertos (según la estimación de la Universidad de Sidney)... Son cifras gruesas de los daños, que afectan a la naturaleza, la población, la economía... al presente y al futuro de Australia. Los australianos están viendo la cara más feroz de ese cambio climático que una parte de ellos y sus gobernantes negaban y al que rechazaban, por tanto, combatir (escatimando esfuerzos y compromisos en las sucesivas cumbres y pactos climáticos).

E Se queman las casas. Ahora han visto que no se trataba de elucubraciones alarmistas: se les quema la casa. Si en las últimas décadas la superficie media calcinada en estas oleadas de incendios del verano austral fue de 280.000 hectáreas, esta temporada ya se han sobrepasado los seis millones (más que el territorio de Asturias, Galicia, Cantabria y el País Vasco en conjunto). Y aún no han llegado los peores meses, los más cálidos. Según la Oficina Australiana de Meteorología, hay zonas del país donde las lluvias casi han desaparecido; el suroeste es un 20 por ciento más seco que en la década de 1970, y el sureste, donde se han concentrado los incendios, ha registrado una disminución del 11 por ciento desde los años noventa.

El invierno de 2019-2020 está siendo el más seco desde 1902; los científicos relacionan esta circunstancia con las anomalías térmicas en el océano y con las alteraciones en el Modo Anular del Sur (MAS), el movimiento Norte-Sur del cinturón de vientos del Oeste, que mueve borrascas y frentes, y lleva las lluvias invernales al sur de Australia, que en los últimos años se ha situado al sur del continente y ha dejado de ejercer su influencia en el régimen de precipitaciones. Se da la circunstancia de que 2019 ha sido, además, un año de Dipolo del Océano Índico (DOI), caracterizado por el enfriamiento de las aguas superficiales del sector oriental del océano Índico, que limita el aporte de humedad al sur de Australia.

E Un país de eucaliptos. La dominancia de los eucaliptos (hay 900 especies) en determinados biomas de Australia se ha relacionado con su exposición al fuego. Es decir, están ahí, en vez de otros, porque hay incendios. Este factor interviene de forma espontánea (no provocada) en los ecosistemas australianos desde épocas remotas y se sabe que los eucaliptos presentan diversas adaptaciones al fuego, entre ellas una generalizada capacidad de rebrote después de quemarse y, en algunos casos, la supervivencia de sus semillas a las llamas. Precisamente, analizando el carbón vegetal que resulta de la combustión de los eucaliptos, el profesor Mike Crisp ha remontado la antigüedad de esa vinculación entre el fuego y estos árboles a 60 o 62 millones de años. Los eucaliptos son árboles altamente inflamables debido a los aceites que producen sus hojas; incluso se ha visto explotar eucaliptos que estaban en llamas. Actúan como auténticos depósitos de combustible, tanto los propios árboles como la hojarasca y las tiras de corteza que se acumulan en el suelo; de ahí los efectos catastróficos de las plantaciones de eucaliptos fuera de su área natural, en ecosistemas que no están preparados para mantener sus constantes vitales tras el paso de las llamas. Con la creciente sequedad ambiental y la subida de temperaturas hasta los ecosistemas australianos se ven superados.

E Tambien el mar se caldea. Pero los problemas de Australia no terminan donde se acaba la tierra firme: siguen bajo el mar, sobre todo en la Gran Barrera, una de las maravillas naturales del mundo, que se muere, literalmente, cocida. Las llamadas olas de calor marino matan los corales (aquí y en el resto del mundo). Un estudio de este fenómeno certificó la muerte del 30 por ciento de los corales de la Gran Barrera en la ola de calor de 2016. En 2017 el fenómeno se repitió y mató otro 37 por ciento. Los corales se recuperan con lentitud, entre 10 y 15 años los de crecimiento más rápido, y las olas de calor tienen una frecuencia de seis años, y tiende a acelerarse, de manera que la disminución es acumulativa.

Estas olas de calor, al igual que el proceso general de calentamiento del océano, tienen su origen en el cambio climático, en la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera. Si no se detienen y la temperatura global continúa ascendiendo, los corales tienen los años contados. La Gran Barrera alberga más de 400 especies de corales y 1.500 de peces. Y reporta 3.700 millones de dólares al sector turístico australiano.