En un disparatado texto de The Crack-Up, acerca de cómo se deben reutilizar los restos del pavo en un cóctel, Francis Scott Fitzgerald recomienda añadirles un litro de vermú, una botella de angostura y agitar. En su receta del pavo con salsa de whisky para cuatro personas, cada una de ellas deberá beber el alcohol en un vaso y al día siguiente añadirle el pavo, revolviendo constantemente.

En las vidas de los escritores suele haber más dipsomanía que gastronomía. ¿Alguien dijo que es más fácil escribir ebrio que sobrio? Si es así, no debería haberlo hecho, aunque Faulkner y Hemingway, por poner dos ejemplos, se empeñasen en sostenerlo en algún momento de sus existencias.

El alcohol puede llevar de la parálisis autoconsciente a la locuacidad, pero no a escribir mejor. Sin embargo, en el podio de los grandes beodos de las letras figuran autores muy reconocidos: Dylan Thomas, Malcolm Lowry, Hart Crane, Hunter S. Thompson y el propio Faulkner. La lista completa de Virgilio a nuestros días resultaría interminable. La bebida se relaciona con la comida y también sabe desvincularse de ella, pero siempre tiene que ver con la alimentación. La famosa dieta del hombre que bebe alcohol, de Kingsley Amis, comienza con la advertencia de que el primer requisito, en realidad el único, de un régimen es que se debe perder peso sin reducir la ingesta alcohólica.

El poeta Robert Frost era de costumbres sobrias. Adoraba los daiquiris. En el Waybury Inn, cerca de uno de sus restaurantes favoritos, comenzaba todas las cenas con uno de esos combinados. Pero solo uno. John Keats tenía gran afición al claret de Burdeos, a veces se ponía pimienta de cayena en la lengua para potenciar el sabor de la bebida. Del alcohol es posible, el claret sin duda empeoraba con la capsaicina.

Todo lo contrario con los daiquiris que Frost fue Hemingway. Como se sabe, uno de los rasgos distintivos de su personalidad era la desmesura. Su relación con el alcohol es el mejor comprobante. Mantener que una proporción de uno a siete vermut/ginebra es la más adecuada en el dry martini resulta de lo más sensato. Sin embargo, Hemingway, presumiendo como siempre de su acusada dipsomanía, defendía las 15 partes de ginebra por una de vermut, en homenaje a la teoría del mariscal Montgomery de que no había que entrar en combate hasta tener una superioridad así sobre los alemanes.

Acostumbraba a beber un cóctel carnívoro llamado bullshot cuando la resaca podía medirla en términos taurinos como si se tratase de una monumental cornada. En el bullshot, el caldo de vaca sustituye al zumo de tomate de un clásico bloody mary. El resto de los ingredientes son vodka, salsa de Worcestershire, Tabasco, pimienta negra recién molida, sal y, dependiendo del barman, rábano y unas gotas de amargo de angostura. Cornada y media.

Mientras escribía los ensayos para Esquire en 1936, que le reportaban honorarios fijos para después poder seguir adelante con su alto tren de vida, Scott Fitzgerald se alojó en un hotel barato de Carolina del Norte donde una mitad de su dieta eran manzanas. La otra, naturalmente, champán y whisky.

A Charles Dickens, según he leído, además de poseer una interesante bodega, le apasionaban las manzanas horneadas. Halló placer en su simplicidad y creía que así cocinadas tenían grandes virtudes. En una carta de 1867 dirigida a su cuñada Georgina Hogarth, escribió que si alguna vez tenía que aconsejar a un viajero a punto de embarcarse le recordase que las manzanas horneadas rendían grandes servicios al sistema biliar.

Los lácteos han jugado un papel primordial en la salud de algunos autores. Cuando Molière enfermó en 1667, recurrió a una dieta exclusiva de leche durante dos meses. Durante la década de 1830, Honoré de Balzac también la siguió para combatir sus problemas estomacales. Era un tragón. Franz Kafka se convirtió en lactovegetariano debido a algunas complicaciones digestivas. Otros escritores veganos notables fueron Ralph Waldo Emerson e Isaac Bashevis Singer. J. M. Coetzee ni bebe ni fuma ni come carne, según tengo entendido, y realiza largos paseos en bicicleta para mantenerse en forma. En una entrevista de 1988, García Márquez habló sobre una "dieta perpetua", por salud o simplemente por no poder permitirse el lujo de comer. Irrealismo mágico.

Isak Dinesen, gran escritora gastrónoma, solo aceptó la siguiente dieta: ostras, uvas, regadas con champán. El ataúd de Chéjov, otro fanático de las ostras, fue trasladado por una camioneta dedicada al reparto de estos bivalvos.

Colette aspiraba a la delgadez y así dedicó muchos veranos a perder peso, pero jamás prescindió de sus éclairs rellenos de chocolate. La afición de Oscar Wilde por el champán hizo que ni siquiera en prisión renunciase a beberlo: ordenaba llevar cajas de su botella favorita (Perrier-Jouët de 1874) directamente a su celda.