La ola que come personas, La-boon, es una fábula Moken. Los Moken transmiten sus conocimientos de manera oral, tal y como lo hacíamos todos hace miles de años. Una de esas historias que se cuentan a los niños es sobre los tsunamis y cómo interpretar los signos de la naturaleza para sobrevivir. De acuerdo a su mitología, cuando el pueblo hace el mal, el mar lo arregla enviando una ola gigante que les obliga a comenzar de cero. Un castigo divino. Este pueblo, no contaminado del todo por las grandes religiones monoteístas del mundo, sigue creyendo que la tierra, el mar, las rocas y cualquier cosa viva tienen alma e intervienen en sus vidas a diario, incluso en las cosas más simples.

En 2004, tras el tsunami que mató a casi 250.000 personas, desde Indonesia hasta Kenia, este pueblo recibió muchísima atención mediática. Solo murió un anciano discapacitado al que dejaron atrás en medio del pánico tras leer los primeros signos que indicaban que La Ola venía para limpiar. Al ver cómo el mar retrocedía drásticamente, corrieron hacia las zonas altas de la isla, mientras otros, ajenos a lo que se les venía encima, miraban estupefactos cómo el mar se retiraba de la costas del golfo de Bengala, como quien mira fuegos artificiales.

Los Moken son una tribu nómada de Tailandia y Myanmar conocidos como gitanos del mar por los tailandeses. Al igual que los Urak Lawoi, también en Tailandia, los Badjao de Filipinas e Indonesia o los Orang Asli de Malasia y Singapur. Carentes de asentamientos permanentes, viven en sus barcos moviéndose de isla en isla, recogiendo lo que el océano quiere darles.

Estos grupos son de los más antiguos en la zona, Orang Asli, por ejemplo, recordemos que significa el pueblo original. A partir de estos primeros valientes, cientos de culturas fueron llegando por tierra y por mar y colonizando todo el sudeste asiático.

He fotografiado a todos estos pueblos nómadas excepto a ellos. Llevan resistiéndose muchos años. En Myanmar, se pueden encontrar en el archipiélago de Mergui, en el extremo sur del país. Cuando vivía en Myanmar, la única manera de llegar hasta ellos era a través de un capitán corrupto, protegido de la dictadura, que exigía mil dólares al día. Afirmaba saber dónde encontrarlos, pero que era una cuestión de suerte y podía llevarnos entre tres y seis días dar con ellos. Obviamente no contaba con esa cantidad de dinero, así que deseché esa opción.

Hice al menos seis intentos solo en Myanmar, pagando a pescadores, tratando de conseguir un permiso especial del régimen, con un barco desde Tailandia... nunca dio resultado. Algunos amigos periodistas me sugirieron fotografiarles en Tailandia, que era más sencillo, pero en aquella época el proyecto era solo acerca de las etnias de la antigua Birmania y quería fotografiarles allí. Para mí, no tenía sentido fotografiarles en el país vecino aunque fuera la misma tribu, tenía la sensación de engañar a la gente que viera mis fotografías.

Ahora que mi proyecto ha evolucionado a algo más ambicioso, en todo el sudeste asiático, me propuse fotografiarles en Tailandia. Al parecer en Surin y Similan se les puede encontrar muy fácilmente, incluso se pueden encontrar fotos de turistas en internet. Esto justamente es lo que me hizo decidir que no iría a esos lugares porque, al formar parte incluso del reclamo turístico de los dos parques nacionales, no creía que sea el tipo de persona a la que quiero conocer y fotografiar. Recomiendan incluso llevarles regalos y caramelos, así que, básicamente, con la cantidad de turismo que visita estos lugares, esta tribu, en esas zonas concretas, estará más cerca de un mono de feria que de un pueblo nómada que vive de su esfuerzo.

Indagando un poco más, descubrí que habían avistado a algunos Moken entre los islotes y rocas de la bahía de Phang Nga, así que compré un billete a Phuket.

El domingo por la mañana, al norte de Ko Yao Noi, cargué un kayak alquilado con agua, algo de comida y las cámaras y salí con la marea hacia una ruta un poco loca, pero excitante, entre los islotes cercanos, donde me habían dicho en el pueblo que se refugiaban al atardecer. Puedes alquilar un barco a un pescador local y él te llevará a donde quieras pero siempre a partir de las 8 de la mañana y hay que estar de regreso antes de las 4. Justo las peores horas del día para fotografiar. No hay forma de convencerles de salir al alba, ya ni digamos acampar en uno de los islotes para esperar la buena luz.

Mientras remaba, iba rememorando todo lo que había intentado para conseguir esa foto. A los Urak Lawoi, primos hermanos de los Moken, les fotografié muy cerca de donde estaba ahora, en una cala escondida de, probablemente, la isla más famosa de Tailandia, Phi Phi. Los turistas que van allí no van buscándoles a ellos, ni siquiera saben que existen. Allí solo buscan fiesta, sol y playa así que, a pesar de ser casi toda la isla un macrocomplejo turístico, esta tribu vive completamente al margen del desfase adolescente de Ton Sai, el pequeño pueblo que hace las veces de capital insular. En esa ocasión, también estaba buscando a los Moken pero tampoco hubo suerte.

Es bastante duro remar con tanto peso sobre todo cuando no eres un experto, a pesar de que las aguas de la bahía suelen estar como nuestro Atlántico en las bonanzas de septiembre, como un plato. La primera parada fue en Goh Roi, un islote de no más de quinientos metros de largo al norte de Ko Yao Noi, con un lago interior, al que se accede a través de una cueva con el propio kayak. El interior es un refugio perfecto para las tempestades que a veces azotan la zona. Tiene una pequeña playa entre manglares llenos de murciélagos del tamaño de un gato con alas, que pueden aportar algo de proteínas extra a la tribu, esa fue la principal razón para elegir ese punto como primera parada.

Desayuné en la minúscula playa que hay fuera de la cueva y salí remando hacia Ku Du Lek, un pedrusco sin lugar donde amarrar mi pequeña embarcación. Justo al lado, está Ku Du Yai, con el doble de tamaño que la primera. Me costó unas horas circunnavegarla. Tiene también algunos lagos internos, perfectos como refugio para pequeños barcos. Tampoco hubo suerte. Era tarde, así que decidí montar campamento en una orilla del lago norte. Al día siguiente gastaría mi último cartucho, en una travesía mucho más larga, hasta la última isla que sería capaz de alcanzar con un kayak impulsado por mis brazos. En realidad, no es más que un pequeño grupo de rocas al noreste de Yao Noi, pero ahí había depositado mi última esperanza.

El kayak se lo había alquilado a un italiano que se hace llamar Bubu y me había dicho que en la isla Yao Noi no quedaba un solo Moken viviendo de manera tradicional, por eso descarté recorrer la costa norte y concentrarme en los islotes.

Pasé la noche escuchando todo tipo de ruidos extraños, provenientes de la jungla que me rodeaba. Era como estar dentro de un sistema avanzado de sonido envolvente, tenía la sensación de que algunos sonidos salían incluso de mi interior. Me había llevado una hamaca, por miedo a lo que pudiera venir del suelo, así que me levanté con un dolor de espalda épico.

Cuando mi jefe, el sol, asomó la cabeza, ya había desayunado un mango y el último puñado de gofio que me quedaba, lo que me ayudó a remar tres horas sin descanso, hasta divisar el pequeño montículo. En total son cuatro rocas y la más grande diría que no tiene más de cien metros de largo. Esta es la única que tiene nombre, Tae Ro. Al acercarme, me di cuenta de que había restos de un barco en la orilla y lo que parecía una vieja construcción de bambú colgando del acantilado. Recordé haber visto imágenes parecidas en internet y leer que se refugiaban ahí de las lluvias monzónicas y las mareas vivas. El corazón se me puso a mil y pensé que esta vez, había tenido suerte, ¡sí! Lo había hecho.

Pasé las siguientes dos horas y media revisando cada rincón de aquellos peñascos desafiantes y agrestes y lo único que encontré fue manglares, arena y agua salada. La frustración y mi cabezonería hicieron que me planteara pasar la noche allí y seguir navegando más al norte al día siguiente pero le había dicho a Bubu que regresaría al final del segundo día y cuál era mi ruta, por si me pasaba algo, para que pudiera enviar a alguien en mi busca. Si no aparecía antes de la puesta de sol, se iba a armar un buen pitote.

Después de descansar un poco y aceptar que me habían vuelto a derrotar hice el último esfuerzo remando hacia Yao Noi sin haber sacado la cámara de la bolsa ni una sola vez en dos días.

Este grupo está convirtiéndose en mi "quimera", al igual que Belerofonte intenté llegar a ella no a lomos de Pegaso sino de un simple kayak, pero por el momento no he podido utilizar mi lanza para acabar con ella.