Moisés Sánchez Arrocha, técnico del 1-1-2, tenía nueve años cuando en Los Rodeos ocurrió el peor accidente de la aviación civil hasta ahora, con 574 muertos. En la tarde del 27 de marzo de 1977, Sánchez iba a dar un paseo con su familia por la Rambla de Santa Cruz. Pero su padre, auxiliar sanitario del Hospital, recibió un aviso y su cara se descompuso.

Décadas después, Sánchez hizo un trabajo de fin de máster sobre la tragedia. Y, además, trabaja en la sala del 1-1-2. Con ambos elementos de juicio, reconoce que la disponibilidad y coordinación de recursos actual no tiene nada que ver con la existente tras la trágica colisión de los aviones de las compañías KLM y Pan Am.

Como ejemplo, expone que algunos supervivientes contaron en su momento que fueron llevados al hospital en coches particulares, vehículos del aeropuerto o taxis. Sin embargo, el informe oficial cuenta que a todas las víctimas se las evacuó en ambulancias. Sánchez también otorga credibilidad a los afectados.

Expone que, en la actualidad, "todo está planificado, con planes de emergencia generales y específicos", mientras que los recintos aeroportuarios cuentan con sus propios protocolos de intervención ante estas situaciones.

Este experto asegura que el aeropuerto de Los Rodeos no tenía capacidad en 1977 para asumir el tráfico generado el día del terrible accidente.

Recuerda que un aviso de bomba en la terminal de Gando (Gran Canaria) obligó al desvío de varios aviones hasta el entonces único aeropuerto de Tenerife. Todas las infraestructuras aeroportuarias de España eran en aquella época espacios militares cedidos para uso civil. De hecho, el juez instructor del caso del fatídico choque de las aeronaves fue el teniente coronel del Ejército del Aire Carlos Ruiz de Almirón.

En la mayor tragedia aérea a nivel internacional también influyeron otras circunstancias, según Sánchez. Una de ellas fue que las condiciones climatológicas no eran las más adecuadas. De hecho, la niebla impedía la visión a 300 metros de distancia.

Además, las tripulaciones de los Boeing implicados llevaban una significativa carga de estrés, en la medida en que habían sido desviadas a un destino que no estaba acondicionado para recibir aquel tráfico de aviones en tan poco tiempo.

A pesar de las carencias, en el informe oficial se aseguró que "la respuesta dada tras la catástrofe fue la apropiada para la dimensión del hecho".

Las cajas negras de los aparatos, que contenían tanto los audios de las comunicaciones como las telemetrías de ambas aeronaves, fueron enviadas a Washington para que se analizara su contenido.

La responsabilidad del suceso quedó repartida en un 30% para la Torre de Control (el Gobierno del Estado tuvo que pagar parte de las indemnizaciones); en un 40% para la compañía holandesa KLM; en un 20% para la Pan Am norteamericana, y en el 10% restante para Boeing, según explica Sánchez Arrocha.