Antes de meterse diez horas de vuelo para descubrir Panamá, es imprescindible que uno esté totalmente seguro de que el calor no va a derribar su presencia de ánimo. Porque haga sol o esté encapotado, sea temporada seca o de lluvias, la sensación térmica es agobiante y el chorreo de sudor inevitable. Las tormentas no se sufren, se suplican. Hasta el esmalte de uñas se derrite. Pero, una vez mentalizados y dispuestos a sufrir los rigores climáticos, el viaje merece mucho la pena, porque el país centroamericano es un paraíso natural, un crisol étnico y un mar de contrastes.

Los contrastes empiezan por su capital, Ciudad de Panamá, que combina los edificios coloniales del casco viejo con unos rascacielos que recuerdan la no muy lejana Miami. Dentro de la ciudad se encuentra, además, el Parque Natural Metropolitano, donde con buenas dosis de suerte y de paciencia se pueden ver perezosos o monos titi. Muy recomendable es también el paseo por la cinta costera, que avanza durante kilómetros por la Calzada Amador.

Tomando la capital como base de operaciones se pueden realizar numerosas excursiones de muy diverso pelaje. Imprescindible es visitar el Canal, emblema del país y orgullo nacional. Se recomienda acudir temprano, por ser el momento de mayor tránsito de buques y para evitar las peores horas de sol. Asomados al mirador del centro de visitantes de Miraflores, en el lado del Pacífico, un narrador ofrece todo tipo de detalles sobre las maniobras del barco y el llenado de las esclusas, amén de datos de la gran obra de ingeniería.

Desde Ciudad de Panamá también se pueden contratar expediciones para conocer a algunas de las etnias indígenas. Por ejemplo, la comarca Guna Yala, en San Blas, adonde se llega tras una hora de viaje cómodo y otra infernal por una sinuosa carretera de montaña.

Al otro lado esperan guardias fronterizos panameños (la cercanía de Colombia invita a tráficos indeseados) y controladores nativos, que revisan el pasaporte para comprobar quién entra en sus tierras. Son amigables e invitan a la sonrisa, que se te queda helada al ver colgada en el puesto una bandera con los colores de la española y con una esvástica al revés en su interior. Tranquilos, no son nazis españoles mal informados; es la enseña de la revolución de 1925, un hito en el reconocimiento de la autonomía indígena.

El premio a la peripecia es una jornada de relax por el Caribe, sin más estrés que echarse ingentes cantidades de protector solar, descubrir en qué playa paradisiaca te van a depositar y cómo de rico estará el pescado del día con patacones (plátano verde machacado y frito), el plato autóctono más habitual. Su artesanía es también muy lucida: las molas, una forma tradicional de arte textil, son verdaderamente llamativas.

Más pintoresca es la incursión en el territorio de los emberá. Su hábitat habitual es Darién, provincia selvática limítrofe con Colombia, un reto demasiado exigente para el turista medio. Por ello, lo normal es visitar una colonia situada en el parque nacional del río Chagres, a una hora y media de la ciudad. Varias comunidades que abandonaron sus tierras para acercarse a la capital, su gran mercado, y a las que se prohibió la explotación intensiva del suelo con la declaración de espacio protegido. Ahora viven del turista. La expedición incluye un baño en una cascada, degustación de pescado con patacones y fruta y exhibición de bailes típicos y de artesanía.

La mayor presión turística de Panamá la soporta Bocas del Toro, un archipiélago en el Caribe próximo a Costa Rica, y no es de extrañar. Se trata de un verdadero paraíso, donde se puede disfrutar de delfines, estrellas de mar, perezosos e islas maravillosas. Hay múltiples posibilidades para el viajero, que tiene que estar pendiente de reservar algunos dólares para pagar los taxi-botes, el transporte habitual. En teoría, la moneda oficial es el balboa, pero no existe en billete; en la práctica, se utiliza el dólar.

En definitiva, un país muy recomendable en el que los fumadores necesitan una advertencia especial: los panameños son especialmente estrictos con el tabaco. No importa estar bajo techo o al aire libre, lo habitual es tener que alejarse muchos metros del edificio para dar rienda suelta al vicio.