El refuerzo de las fronteras, la demonización del extranjero pobre, la sacralización de las identidades nacionales. Trump, Salvini, Orbán, Le Pen, Abascal. Son algunos de los baluartes erigidos contra los migrantes irregulares. Son también el combustible que, cuanto más caudal represivo cobra, más alimenta el segundo mayor negocio ilícito del planeta, solo superado por el de los narcóticos: el tráfico de personas huidas de la guerra, del odio sectario, de la desertización, de los monocultivos. De la miseria, en suma, con o sin tiros. Un negocio del que solo se ve la superficie: embarcaciones sobrecargadas, patrulleras, niños ahogados, rostros exhaustos, campos de internamiento, sombras sin papeles. A veces, pilotos detenidos. Pero nunca la compleja red empresarial, delictiva pero con tapaderas legales, que articula la mayor agencia de viajes del mundo. Una pléyade de organizaciones cuyo potencial de crecimiento ?a más represión, billetes más caros? es tan grande como la demagogia de los partidos que, en sociedades golpeadas por la globalización y nunca repuestas de la gran recesión de 2008, han encontrado en la caza del migrante un fértil instrumento de captura de votos.

Dos italianos, el criminólogo Andrea di Nicola y el periodista Giampaolo Musumeci, han dedicado años a atar cabos desde ambos lados. Hablando, sobre todo en Italia, con los fiscales que en los años 90 empezaron a investigar el fenómeno con los mismos métodos aplicados a las actividades mafiosas tradicionales. Pero también, en el caso de Musumeci, viajando por toda la ribera sur del Mediterráneo, desde Ceuta a Estambul, o internándose en el Congo y subiendo hasta la jungla de Calais a escuchar los testimonios de quienes trabajan en las redes de tráfico de hombres. Testimonios que son piezas de rompecabezas, porque, como en toda cadena clandestina, cada eslabón solo conoce a su enlace, los contratos se basan en la confianza, en la palabra dada y a menudo en los vínculos étnicos, las transacciones son en efectivo y los movimientos de dinero recurren a circuitos paralelos, como el Hawala, bien implantando en el mundo islámico. Un sistema de pagos que nació, sin vocación ilegal, para suplir la escasa implantación bancaria en vastas áreas del planeta.

El resultado del trabajo de Nicola y Musumeci es Confesiones de un traficante de personas (Altamarea). Publicado en Italia en 2014, el volumen se traduce ahora al castellano para tratar de combatir la desinformación, el desconcierto y la xenofobia alentados en parte de la sociedad española por una coyuntura contradictoria. Mientras la oleada de migrantes de 2015 (más de 1,8 millones) ha quedado muy atrás (150.000 en 2018), el cierre de los puertos italianos por Salvini no solo ha convertido a la Liga en el primer partido de Italia, sino que ha disparado el número de personas sin papeles llegadas a España desde las 16.292 de 2015 hasta las 64.298 del año pasado. En otras palabras, en 2018 el 42,83% de las entradas irregulares en la UE se efectuó por España, que recibió un 395% más de migrantes que en 2015.

De las páginas de Confesiones de un traficante de personas, que en realidad lo son de unos cuantos, se pueden extraer organigramas de la gran agencia. Desde el comercial que vende el producto en aldeas de África o Afganistán al capo máximo que casi nadie conoce, pasando por guías terrestres, encargados de seguridad, proveedores de refugio y alimento, pasafronteras, ese piloto marítimo al que se suele confundir con el traficante y, ya en el lado luminoso de la vida, agentes sobornados, campesinos colaboradores, contables y joyeros del Gran Bazar de Estambul que lavan el dinero. Pero también se da noticia de métodos de viaje de los que apenas se suele hablar.

Vemos, por ejemplo, a un grupo de jovencitas paraguayas que se desplaza a Italia con billete de ida y vuelta para admirar Florencia, Roma y Milán. Viajan, sin embargo, con un segundo billete que, antes de concluir la estancia italiana prevista, debería permitirles llegar sin tropiezo hasta Madrid, su verdadero destino. O pasaportes asiáticos, del todo legales, que permiten colarse en la UE. Son los de Corea del Sur, Malasia y Singapur, cuyos ciudadanos no necesitan visado para entrar en Europa. Las mafias chinas atesoran miles de ellos, perdidos o robados, y solo tienen que encontrar el que mejor se acomoda, a los torpes ojos de un europeo, con los rasgos del migrante. Las posibilidades de éxito se disparan si el pasaporte ha sido sellado varias veces, porque los agentes de aduana se relajan cuando comprueban que los papeles tienen el visto bueno de otros colegas.

Por supuesto, la mayor agencia de viajes del mundo tiene sus folletos explicativos, desde el boca a oreja hasta anuncios en prensa o internet. Y ofertas de todo tipo. Si se tiene mucho dinero, se viaja en avión, clase business, con papeles en regla y coche esperando a la llegada. China-EEUU, entre 40.000 y 70.000 euros. Si las posibilidades son intermedias, el viaje será por tierra, en grupo ?una alegre familia de afganos, por ejemplo, tal vez algo nerviosa? y los guías cambiarán de país­ en país. Habrá suministros de agua y comida, no siempre abundantes, y zulos, poco confortables, para esconderse en las obligadas esperas. A veces se vivirán situaciones incómodas, tensas y hasta peligrosas, porque el futuro no está escrito y, ya se sabe, no todos los operadores son iguales. Pero se puede hacer a partir de 10.000 euros.

Si, en fin, se forma parte de la enorme masa de desheredados que sufre para reunir un puñado de billetes que le lleven del África subsahariana a la del Norte, habrá que pagar dos o tres mil euros y luego otros tantos para cruzar el Mediterráneo. Mínimo 5.000, asistencia limitada a los puntos conflictivos del trayecto y riesgo de padecer todas las penalidades ?meses o años de calor, frío, hambre y sed, maltrato, explotación sexual, desgarros por concertina, ahogamiento? que suelen asociarse con el migrante irregular. Además de un apunte en los registros policiales que, en la práctica, solo se nutren de esta categoría de viajeros.

Todos estos datos están entresacados de las charlas de los autores con fiscales italianos y con una galería de personajes, los que dan carne al relato, dignos de una novela. Se habla, claro, del croata Loncaric, que reinaba en el negocio en los 90, o del turco Küçük, que dominó durante años el tráfico en el Mediterráneo, pero también afloran los testimonios del misionero de Uganda, del libio El Douly, del escocés Tom ?que introduce personas en los camiones que cruzan de Calais al Reino Unido? y de dos pilotos de temperamento muy diferente. Uno es el tunecino Emir, que a golpe de rudeza se hizo un hueco en el tráfico con Lampedusa el año de las revueltas árabes: "Cuanto más fuerte eres, más respeto te tienen y, por tanto, más trabajas. Todos han de tenerte miedo. Aquí mi palabra es siempre la última, de lo contrario te mato a palos, ¿está claro? Conmigo no se regatea". Su antítesis es el siberiano Aleksandr, un experimentado piloto capaz de amarrar en puerto una embarcación de 70 pies a pura vela: "Moisés fue el primer guía de migrantes de la historia. Yo soy como él: yo soy Moisés". Sin duda fue esa visión bíblica la que, tras ventear peligro, le impidió deshacerse de su carga antes de alcanzar la tierra prometida. Y cayó preso.