Estos muertos están muy vivos: familiares recuerdan a sus seres queridos en el cementerio de Santa Lastenia
Miles de personas desbordan estos días los camposantos para enramar a sus familiares convencidos de que la juventud no continuará esta tradición

Cientos de personas acuden a Santa Lastenia a enramar a sus muertos / Andrés Gutiérrez

«Nadie muere cuando se recuerda». Este domingo se celebra el Día de Finados y basta con acudir a cualquier cementerio para constatar cómo se alimenta la memoria. No se abstrae de esta realidad el camposanto Santa Lastenia, el mayor de los siete de la capital y que toma su nombre del primer enterramiento: María Lastenia del Pino Rodríguez, que murió con 16 años. Desde la primera sepultura en dicho camposanto, el 27 de enero de 1916, se calculan más de 120.000 inhumaciones y cremaciones, que se reparten entre más de 30.000 unidades de enterramiento.
El sepulturero de toda la vida
Testigo del devenir de los últimos treinta años es Jorge Luis Cáceres Gallardo, de Las Retamas, en Ofra. Nacido en 1969, comenzó como sepulturero del cementerio el 8 de febrero de 1994. «Antes había hasta quince entierros al día; ahora dos, cuatro...». Lo más duro, asegura sin dudar, ha sido enterrar a niños. «Es algo insuperable».
Trabajar aquí le ha enseñado a valorar la vida, a disfrutar de su familia –su esposa y cinco hijos– y a mirar la muerte con naturalidad. «Cuando me toque, solo quiero un ramo de rosas de cada uno de ellos. Nada más».
Desde Gran Canaria para enramar
Entre las más madrugadoras en acudir a enramar este viernes, Carmen Zurita, quien se trasladó desde Las Palmas de Gran Canaria para cumplimentar el precepto con su madre, ama de casa y vecina de la calle Garcilaso de la Vega, que falleció en 2008 y reposa en el nicho junto a otros miembros de la familia.
Temporada alta de flores
Conforme pasan las horas, algunos pasillos llegan a alcanzar la afluencia de un centro comercial en campaña de Navidad, si bien el artículo estrella es la flor cortada. Los más previsores, y para poner a salvo la economía familiar, acuden con los ramos desde casa, si bien son cientos los que se agolpan en los puestos que venden las flores en el exterior o dentro de Santa Lastenia.
Con resignación, reconocen el aumento de los precios, aunque se dan por satisfechos, pues podría ser peor en este Día de Finados en el que una rosa cuesta 2,50 euros, frente al euro que se pagaba hace una semana; o el redondeo de 70 céntimos a un euro de una gerbera, mientras que el ramito de crisantemos cuesta 3,50 euros, cincuenta céntimos más que en otras épocas menos comerciales. También se deja sentir la temporada alta en el lirio, que pasó de 1,50 a 2,50 euros.

Luz Marina Pérez Expósito, vecina de Santa Clara, enrama el panteón familiar. / Andrés Gutiérrez
Pero más que por los precios, hay otra preocupación latente entre los visitantes, de una edad media que supera los sesenta años en la mañana de un viernes laboral: «La juventud de hoy no va a hacer lo que nosotros hacemos por tradición», sentencia Luz Marina Pérez, mientras enrama su panteón familiar donde, cuenta con orgullo y emoción, «tengo a mi gente». Reserva unas varas de lirios para ponerlas en el pequeño altar –como le dice su hermana– que tiene en su casa con las fotos de sus padres, un hermano, su suegra y un cuñado.

Visitación Lorenzo Pérez se traslada desde Valle de Guerra para enramar a su esposo y a su hijo. / Andrés Gutiérrez
Junto a los aparcamientos del camposanto central de la ciudad y desbordados este viernes, Visitación Lorenzo Pérez, de 81 años, está sentada en la acera custodiando a Seo, el chihuahua con el que incrementó la familia desde que lo compró el pasado febrero en Puntagorda (La Palma) a una alemana. Espera que su hija regrese con las flores para enramar a su esposo, José Cabrera, acordeonista que falleció hace 27 años, y a su hijo, que murió hace tres en Escocia, donde hizo su vida como taxista. «Fumaba y bebía mucho café», explica su madre, recién llegada desde Valle de Guerra.
Los cementerios cobran vida estos días en los que afloran experiencias y emociones.
En primera persona

Cirilo Díaz coloca un ramo de crisantemos sobre un panteón. / Andrés Gutiérrez
El teniente tiene quien le enrame
«Hoy abrieron el cementerio un poco antes», cuenta Cirilo Díaz para justificar la importancia del Día de Finados, que reúne en el cementerio de Santa Lastenia a miles de personas. Se trasladó desde Güímar, donde reside, para comenzar a enramar a su familia, cumpliendo con una costumbre que adquirió de su madre. Ella tiene 87 años, por lo que su hijo es quien mantiene viva la tradición. En la letanía de familiares a los que cumplimenta con flores con motivo del 2 de noviembre, se encuentran sus abuelos y hasta un tío de su abuelo que era teniente de la Armada. «No tuvo hijos», apostilla Cirilo para justificar que su presencia garantiza un ramo de crisantemos en el panteón.
Con orgullo, cuenta que desde pequeño –tiene otro hermano– acompañaba a su madre a cumplir con la tradición y rememora que su abuelo era agricultor. Cirilo enrama más allá de que el panteón no sea de su titularidad. «Está a nombre del tío de mi abuelo. Se murió, no tuvo hijos y no existe testamento que permita hacer el traspaso de titularidad». Aun así, no le faltan flores.

Rosa Álvarez enrama con ayuda de su hermana Tere. / Andrés Gutiérrez
Las hermanas gomeras
Las hermanas Obdulia y Teresa Álvarez fueron antes del Día de Finados al cementerio para manejarse con la escalera y adecentar el nicho de su madre, María Teresa Álvarez Rodríguez, que falleció en 1994 a los 86 años.
Desde San Sebastián de La Gomera, su familia se afincó en Playa de San Juan y Torviscas en busca de trabajo. «Mi madre hacía de todo: agricultora, partera, mortajaba, arreglaba bodas...». Teresa, la más pequeña, explica que se quedó huérfana de padre cuando tenía seis meses. De forma jovial, Obdulia –a quien llaman Rosa, por lo bonita y rosadita que era de chica– asume que su hijo no seguirá la costumbre. «Dice que me da las flores en vida. Y bastante bonitas que son».

Laura ayuda a sus padres a enramar en la escalera. / Andrés Gutiérrez
Relevo entre lápidas
Araceli Fernández arregla la jardinera para colocarla en el nicho con la ayuda de su segundo esposo, Domingo Gómez, un proceso que finaliza subida a la escalera su hija Laura, una de las pocas jóvenes que se ven en el camposanto.
Cuenta que sus padres se conocieron por carta. Su progenitora atendía el encargo de familiares de los soldados de escribir misivas que recibían en África y allí las leía quien, a la postre, se convirtió en su esposo, porque era de los pocos que también sabía leer y escribir.
Al igual que le ocurrió a su madre, Araceli se casó con un cordobés, y también de Lucena. Desde 1978 acuden a enramar, cuando falleció su progenitor, explica esta palmera de Mazo.

Militares ante el nicho de las víctimas de la detonación de un polvorín. / Andrés Gutiérrez
El Ejército no olvida
En uno de los patios del cementerio de Santa Lastenia llama la atención la presencia de un grupo de militares este viernes por la mañana. Al frente, el comandante Roldán, quien explica que el Ejército, todos los años, cumplimenta este homenaje a cuantos fallecieron en acto de servicio. De hecho, asegura que al menos se mantiene esta costumbre desde hace quince años, casi tantos como los que lleva de militar. Para ello, las tumbas deben estar identificadas con el oficio.
Los militares ensayan el homenaje que protagonizarán a las nueve de la mañana de este domingo, frente al nicho donde descansan los restos mortales de los seis militares que fallecieron en 1949, a consecuencia de una detonación que se registró en el antiguo polvorín de Tabares.
Y no será el único acto que realicen mañana. También alimentarán el recuerdo en el panteón de militares ilustres, donde se encuentran los restos de un teniente general y un maestro de campo, oficio que, con el paso del tiempo, se ha extinguido.
Mientras la decena de militares afronta los preparativos, una pareja sigue con interés los movimientos. Al parecer, son familiares y militares de algunos de los fallecidos que descansan en el nicho y que serán honrados el domingo.

Leo Cortés arregla flores de un nicho en presencia de su esposa y nieto. / Andrés Gutiérrez
El orgullo de la familia Cortés
Desde el barrio de La Salud llegan al camposanto principal de Santa Cruz Leo Cortés, capataz del paso de Semana Santa Nuestro Padre Jesús Cautivo, de la iglesia de La Concepción, junto a su esposa, Yayi Cáceres. A su lado, su nieto inseparable Nauzet Salazar, quien atesora la pasión por el Carnaval de su abuelo. «Hay que cumplir», dice él, como si no tuviera pendientes los disfraces que le han encargado: la pasada edición, en su estreno, fue la murga femenina Tras Con Tras, y ahora está inmerso en la elaboración de la fantasía de la infantil Pita-Pitos.
Yayi pone en valor el trabajo como carta de presentación de la familia: «Mi abuelo trabajaba en el antiguo manicomio», para reivindicar el ADN chicharrero de los suyos. «Vivían en la barriada José Antonio», sentencia Leo Cortés, mientras su esposa matiza: «También eran vecinos de Los Llanos», zona de expansión del nuevo Santa Cruz a finales del siglo pasado.
El matrimonio acude en Finados y cuando puede a arreglar los nichos no solo de sus familiares, sino que también atiende el encargo de algunos amigos. Entre el laberinto de pasillos y patios que dan forma al cementerio se manifiesta en la conversación la excelente relación entre Yayi y su nieto. «Este año me metió de nuevo a trabajar en el equipo para Carnaval. Ya le dije que era la última vez, y mira que a mí me encanta», explica entre risas.

Candelaria Mirabal coloca flores en la tumba de su suegro. / Andrés Gutiérrez
«Aún no sé dónde está mi hermana»
Llegada de Las Moraditas de Taco, Candelaria Mirabal enrama a su suegro. Hace un alto para contar su vida como trabajadora ejemplar, siempre vinculada al mundo de la confección en diferentes almacenes y tiendas de moda de Santa Cruz y La Laguna.
Aun así, cuando contrajo matrimonio por primera vez dejó la vida laboral para dedicarse a sus tres hijos, tantos como años duró aquella relación. Cuando la interrumpió, volvió a sacar el empeño de mujer emprendedora, desarrollando su labor como promotora, primero, y luego como comercial en un representante de golosinas, y se atrevió hasta con una pastelería, para llegar a trabajar como cobradora en la extinta zona azul de la capital.
Tras rehacer su vida –curiosamente, con un vecino de su anterior pareja, que hasta acudió a su primera boda, como descubrió en las fotografías–, llega uno de los momentos más duros de su vida. Un día, su hermana se fue con unos compañeros de trabajo a disfrutar de un descanso a la Isla de Lobos. Estando en la playa, el mar se la llevó. «Todavía no sé dónde está mi hermana», precisa, al recordar que los buzos la estuvieron buscando un año, dice con el desconsuelo de no poderla enramar.

Isabel Monzó ante la tumba de sus padres. / Andrés Gutiérrez
Valencia en el recuerdo
Pertrechada de un banquito y con todos los enseres a mano, Isabel Monzó adecúa el nicho de sus padres como quien teje una roseta. Con solemnidad y recogimiento.
Vecina de El Chorrillo, en el municipio de El Rosario, cuenta que acude dos veces al mes a la tumba. Aunque no ponga flores, siempre la adecenta, lo que evidencia que sus padres están vivos en el recuerdo y que siempre están pendientes de ellos.
Naturales de Catarroja y Benetússer, dos de las localidades valencianas afectadas por la dana que azotó el Levante en noviembre de 2024, recuerda que se afincaron en Tenerife en busca de buen clima. Aquí trabajó su padre de taxista. Aquí su memoria pervive.

Kandela Correa, cerca de la tumba de su madre. / Andrés Gutiérrez
Kandela, hija de la guerra
«Venir aquí ya es de viejo», comenta Kandela Correa camino a la tumba de su madre, a quien admira. «Se llamaba Carmen Medina García, era de Hermigua y dejó la escuela para cuidar a una chica; si no, habría sido abogada».
Su progenitora contrajo matrimonio y, con un hijo, su esposo marchó a la Guerra Civil española. «Mi madre despidió a mi padre en Icod y le prometió a la Virgen del Carmen vestir su hábito si se lo devolvía con vida», como ocurrió. Luego vinieron once hermanos; Kandela es la más pequeña.
Delicada, detallista, escritora... Kandela enrama con anturios de su madre, que ha mantenido 25 años después de su fallecimiento. La hija que toda madre desearía tener.
A modo de epitafio, entre uno de los túneles con paredes de nicho, Carlos de León acompaña a su esposa y a su cuñada a enramar a familiares. Mantienen vivo el recuerdo de Juan Hernández, quien falleció en octubre de hace catorce años, quien trabajó en la plaza de butano de DISA; ya en diciembre de 1996 habían vivido la separación de Delfina Febles.
Con un ramo de flores bajo el brazo y mientras se dispone a seguir la ronda para arreglar tumbas de otros seres queridos, Carlos de León, con voz radiofónica, sentencia: "·Hay quien dice que en el cielo hay millones de estrellas, a cual de ellas la más bella, pero yo te digo que aquí en la tierra están mis padres que son parte de ella".
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