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Cómo ser costurera de Carnaval y no morir en el intento

María del Cristo Toledo explica que el año es muy largo para poder subsistir solo con los ingresos como costurera

María del Cristo Toledo, al mando de la máquina de coser en su taller, en La Cuesta.

María del Cristo Toledo, al mando de la máquina de coser en su taller, en La Cuesta. / María Pisaca / MARIA PISACA

Humberto Gonar

Humberto Gonar

Santa Cruz de Tenerife

El salón de actos del TEA acogió los pasados jueves y viernes el I Congreso de Profesionalización del Carnaval, organizado por el Cabildo de Tenerife en colaboración con la Asociación de Diseñadores, que marcaba como tarea la formación, la sostenibilidad y la industrialización en un proceso de convergencia entre lo amateur –que no se paga– y lo profesional, que se contrata.

Esa travesía, de la teoría a la práctica, no es inédita para centenares de costureras y decenas de diseñadores que han hecho de su pasión su forma de vida. Ahora bien, ¿cómo no naufragar en el intento y monetizar ese oficio?

María del Cristo Toledo, costurera que viste el Carnaval

María del Cristo Toledo nació en el primer barrio obrero de Santa Cruz, El Toscal, y aunque su destino parecía alejado del Carnaval, terminó siendo una de esas mujeres que lo visten de gala cada año. Trabaja, y casi vive, en su taller Textura Canarias, que se localiza en La Cuesta, entre piezas de tela, patrones y máquinas que bordan su historia con esfuerzo, creatividad y resistencia.

«Ser costurera no es lo difícil; lo difícil son las personas», una frase lapidaria con la que sorprende al inicio de la conversación y que resume su experiencia. María lleva más de una década confeccionando trajes para comparsas, rondallas y agrupaciones del Carnaval de Tenerife. De cara al próximo febrero elaborará unas trescientas fantasías correspondientes a la agrupación musical Sabor Isleño, la comparsa Danzarines Canarios, las rondallas Mamel's y Peña del Lunes -a la que también diseña- y al grupo de la Canción de la Risa Las Jediondas.

De la peluquería al hilo y la aguja

Antes de que viviera anclada a una máquina de corte y al ritmo de una máquina de coser, María fue peluquera y esteticista. «Siempre estuve en la rama de la moda», recuerda. Pero una lesión en un hombro le obligó a elegir entre el secador y las tijeras, y a buscar otro rumbo. Fue entonces cuando la costura —esa habilidad que había aprendido de su madre— se convirtió en su segunda oportunidad.

Comenzó con dos máquinas y con 10.000 euros que había ahorrado. «Nunca pedí un crédito», dice con firmeza.

Antes, su madre le regaló su primera máquina de coser, una Alfa, con la que empezó a confeccionar para amigos y familiares. Hasta que un día la oportunidad tocó a su puerta de la mano de la costurera María Reverón. «Fue mi profesora y me llevó a trabajar con ella para la Rondalla Mamel’s». Aquel fue su bautizo de Carnaval.

El taller que nunca duerme

Como el niño que cae del borde de la piscina sin flotador y aprende a nadar, se enfrentó al reto de elaborar en solitario la ropa del medio centenar de rondalleros en veinte días. «Yo empiezo en verano», explica. «En julio o agosto ya me están trayendo diseños para el año siguiente». La costurera no solo confecciona: también diseña, asesora y planifica. «A muchos grupos les hago el diseño completo», cuenta. «Eso me permite adelantar trabajo y controlar mejor los tiempos».

En su taller trabajan entre seis y siete personas durante la temporada alta, y hasta diez más desde casa, todas autónomas. «Les doy el material y luego me traen las piezas hechas. Pero claro, tienes que confiar. A veces te dicen que tienen 50 trajes listos y cuando vas solo hay tres». Son los gajes del oficio, donde la palabra vale tanto como la puntada más precisa.

Desde septiembre, en el taller de María del Cristo, Texturas Canarias, se vive Carnaval. «Nos hemos pasado cuatro días sin salir del taller». «Comemos aquí, dormimos aquí, vivimos aquí».

El precio de la creatividad

Pero no todo es creatividad y brillo. Ser costurera también significa sobrevivir a la parte menos romántica: los impuestos, los seguros, los módulos y la maquinaria. En esa cruda realidad, María del Cristo tiene que hacer frente a unos 1.500 euros solo por decir que tiene un lugar de costura.

Es lo que le cuesta el seguro de autónomos –sin incluir la anunciada subida que la trae por el camino de la amargura–, el seguro también del local, el alquiler, el agua, la luz, el teléfono y reservar para afrontar la declaración trimestral de ingresos y, cada mes de enero, el IRPF del local, además del pago a su gestoría, que le permite centrarse en coser y reunir para pagar y no marearse con la gestión administrativa.

El taller de Cris cuenta con 17 máquinas, más un láser de corte que vale la friolera de 7.000 euros. «Cuando empecé tenía dos maquinitas pequeñas», apunta sonriendo. La inversión se multiplicó por diez, en proporción a la responsabilidad que asume. «Soy autónoma y tengo que pagar a todas las costureras cada semana, aunque los grupos me paguen meses después. Si no les pago, no trabajan. Es así, no hay otra fórmula».

Beneficios de Carnaval hasta un punto

El Carnaval no siempre deja beneficios inmediatos. «El deporte me da el día a día, el Carnaval me da proyección», precisa. Durante el año, María confecciona ropa deportiva personalizada para clubes y corredores; el año pasado vendió 4.000 licras. «De ahí sale el sueldo, el alquiler, la vida. El Carnaval es lo que me impulsa, pero no lo que me mantiene».

La otra cara del disfraz

Más allá del brillo de las lentejuelas hay frustraciones. «La gente ve el traje terminado y dice qué bonito, pero no sabe lo que cuesta llegar ahí». Los diseñadores llegan con bocetos que parecen imposibles, colores que no existen o ideas que no se pueden materializar. «El papel lo aguanta todo. A veces te piden cosas que no se pueden coser o que se salen del presupuesto, y no lo entienden. Hay un vacío enorme entre el diseñador y la costurera», confiesa.

A eso se suma la competencia del fast carnaval: disfraces importados, baratos, de los bazares. «A mí no me hacen daño los chinos. No es la misma calidad. Mis clientes saben lo que quieren, y lo que yo hago no lo encuentran en ningún sitio».

En su taller se hace equipo. «Mis costureras, cuando terminamos los encargos, pueden coger las telas que quieran y hacerse su propio disfraz», cuenta con una sonrisa. Es su forma de agradecer el esfuerzo, de mantener viva la ilusión del Carnaval.

Cris desembarcó en la costura cuando ya vestía disfraz como componente de la murga Clónicas y, tras once años al frente de la máquina, lejos de estar saturada de Carnaval, espera a la noche para, como el pasado viernes, recoger y poner rumbo a la calle de La Noria para disfrutar con sus amigas, componentes del grupo de la canción de la risa Las Jediondas, Sabor Isleño y Peña del Lunes. ¿Quién dijo miedo?

Cris Toledo, con su sobrino Brian, de 20 años.

Cris Toledo, con su sobrino Brian, de 20 años. / María Pisaca

El taller de Brian

Brian, de 20 años, es la esperanza de Cris Toledo para seguir con su taller. Empezó hace seis años por curiosidad y se quedó. «Me gusta coser y gano mi dinero», dice sin apartar la vista de la máquina. Cuando se le pregunta sobre qué es lo más difícil, hace suya la frase de su tía: «sin duda, las personas». Cris tiene claro que su oficio necesita relevo. «Debería existir un centro donde se enseñe costura de Carnaval porque las chicas que salen de los institutos no tienen ni idea de esto. Esto se aprende aquí, cosiendo y sufriendo».

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