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Barrio a barrio | El Santa Cruz que no se ve

Los invisibles de Santa Cruz

La Unidad Municipal de Acercamiento (UMA) atiende a 150 personas

que viven en barrancos o duermen en calles o parques de la capital

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Los invisibles de Santa Cruz María Pisaca

Donde no llega el coche oficial, llega la UMA, recurso del Instituto Municipal de Atención Social. Y es que a los barrancos no se va a buscar votos, sino a llevar comida y apoyo. De la mano de Charín González, antes trabajadora social que concejala del área, el visitante se adentra en la otra capital –donde la vida se desarrolla en cuevas o entre cartones– de la mano de un servicio que busca ayudar hasta donde se dejan.

Los invisibles de Santa Cruz

El recorrido al otro Santa Cruz arranca en el Centro Municipal de Acogida (CMA), el albergue municipal que tiene su sede en el barrio de Azorín y capitaliza la prestación a los sinhogar. Luego están los invisibles, que habitan en cuevas o están empadronados en las calles de Santa Cruz, entre cartones, porque rechazan acogerse a los recursos que se les brinda desde la Unidad Municipal de Acercamiento (UMA) para, en la mayoría de los casos, no perder su independencia.

Desde el albergue, el ayuntamiento de la indigencia, arranca el recorrido en el micro de la UMA de la mano de Alí y Aitana, de Grupo 5, empresa que tiene la encomienda de esta prestación. El primero, técnico en emergencias; ella, trabajadora social. Es el perfil de los equipos adscritos a esta prestación que se puso en marcha en 2015 para atender los once asentamientos sin techos en los 150 kilómetros cuadrados de la capital, donde viven entre setenta o setenta y cinco personas. Ya en 2005 los servicios sociales municipales atendía, desde la unidad móvil a sin hogar, como los ochenta y noventa que duermen al raso en Santa Cruz.

Los asentamientos se localizan en la Resbalada o Santa Ana, las antiguas baterías militar de los Moriscos o de San Andrés. Alí pone rumbo al barranco de Ifara-Los Lavadores. Mismo destino con dos perfiles de usuarios diferenciados. En Ifara, personas que gracias al proyecto Drago superan su dependencia del alcohol; en Los Lavaderos, en la subida al depósito municipal del agua, un enclave donde la salud mental pasa factura a alguno de sus moradores que se afana en construir con palets o maderas barreras para que no lo invadan, u otro que cambia la voz tres veces en una conversación.

Setenta y cinco personas habitan en los once barrancos y cuevas localizados en la capital tinerfeña

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Las presentaciones

Desde Azorín a Ifara, pasando por las Ramblas de Santa Cruz. Al volante, Alí Medina Medina, natural de Tamargada, en la localidad gomera de Vallehermoso, donde nació hace 47 años. Los primeros quince años de su vida profesional los desarrolló como delineante en un estudio de arquitectura de la calle de La Rosa, en la capital, hasta que llegó la crisis económica y se reconvirtió en técnico en emergencias, labor que presta en la UMA hace seis años, el tiempo que lleva en servicio la unidad que cuida los asentamientos.

A su lado, Aitana González Castilla, trabajadora social de 22 años recién titulada que se incorporó al servicio hace un mes. Nacida en Puerto de la Cruz, esta joven comparsera de Moana reconoce su vocación social desde pequeña, cuando descubrió a través de campamentos y como catequista que quería ayudar a la gente, pero fuera de los despachos. «Perdona –interrumpe Alí–. Apunta Aitana: visualizado Mohamed», para explicar que el servicio de la UMA que cubre los asentamientos también hace constar los usuarios que localiza en el trayecto. De ahí que las tres parejas que cubren la calle y las otras tantas dedicadas a cuevas y barrancos se turnen para conocer a los indigentes, con independencia de que cada una tenga asignado el seguimiento personalizado, hasta controlarles la medicación, visitas a médicos, tramitación de prestaciones o gestión para reinsertarlos a través de convenios en un intento por devolverlos a la vida normal, bajo la coordinación desde Grupo 5 de Ricardo y José Manuel.

Alí recuerda su servicio más duro. Le sorprendió al poco de comenzar a trabajar. «Recuerdo que era domingo. Fui a ver a un peninsular que se estableció de joven en Santa Cruz, donde trabajó por las noches durante 40 años para acabar viviendo en una cueva. Él siempre iba al rastro y por eso, cuando acudí a su casa disculpé su ausencia. Al día siguiente volvimos y como no respondía entramos y estaba muerto. Me impactó porque acabas por conocerlos y saber de sus vidas».

Aitana cuenta que, cuando terminó su Bachillerato, se decantó por Trabajo Social, y no Educación Social, gracias a la presentación del grado que impartió en la Universidad el profesor Juan Herrera, quien alimenta estas vocaciones, como reconoce Charín González, también trabajadora social antes que concejala del Instituto Municipal de Atención Social que el alcalde Bermúdez fichó en el Banco de Alimentos, donde prestó su labor seis años y al que sigue vinculada, aunque en excedencia en esta etapa. «Siempre te refieres a mí más como técnica, pero yo soy política», apostilla a su interlocutor.

Entre ochenta y noventa personas sin hogar hacen su vida entre cartones en las calles santacruceras

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Ramón Baudet, número 17. Ifara

Llegada a la calle Ramón Baudet Grandy, en Ifara, que no es barrio sino zona de bien de Santa Cruz. Sobre el muro que sostiene una herrumbrienta y destartalada cancela: número 17 escrito a tiza, donde Correos deja la correspondencia de los vecinos del barranco de Ifara, documentación de la que dependen para volver a trabajar o cobrar una prestación social.

Con solemnidad, como quien se refiere a una autoridad, Alí comenta: «Aquí vivió El Indio; seguro que lo conocen porque él tocaba la flauta con un pato en la calle del Castillo, hasta que murió».

El asentamiento del barranco de Ifara –donde están censados Cesáreo, Manuel, Trayan y Daniel– discurre por una escarpada orografía en las faldas de la trasera. Al iniciar el camino que acaba en vereda ya hay vida: gallinas con sus pollitos, gatos, patos, cabras enanas y hasta Rosalía, una cerda vietnamita que algún vecino dejó a César que se encarga de cuidarlos. «Yo vengo aquí a darle de comer, pero no me vaya a sacar una foto que luego me complica».

En la visita no está Cesáreo, de origen camerunés. «Está enfadado porque le pidió un calendario para apuntar las citas y no se lo he traído», dice apesadumbrado Alí. También falta Manuel, un sevillano que se afincó en una de las cuevas de Ifara, junto a la explanada de entullo que se formó en la represa del barranco con la riada del 31 de marzo de hace casi veinte años. «Allí estuvieron viviendo una italiana, una francesa, un madrileño y dos chicos de aquí. A unos se les gestionó un trabajo, a otros una prestación y algunos aceptaron ir al albergue», la puerta de entrada a la reinserción.

Tras superar el zoo de César, continúa el paseo por el barranco de Ifara, donde se localiza un recoleto jardín tropical cuyo propietario permite tomar agua a los inquilinos del basalto, como Trayan. De origen rumano, llegó a España para trabajar en el campo y desde 2009 a 2012 en el mantenimiento de las carreteras de Badajoz, hasta que puso rumbo a Tenerife para labrarse un mejor futuro porque «es un sitio moderno», hasta instalarse en una cueva cuyo acceso se resiste a algún visitante, por lo que accede a bajar para conocerlo.

La UMA, creada en 2005, desdobló su servicio en 2015 para atender la calle y los asentamientos

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Trayan, menudo de complexión, cuenta que en su país era carpintero, como le delata su mano izquierda. «Aquí llegué y tengo mi casa con tele que conecto a un motor que cargo con gasoil». «Tengo mi ropa limpia porque lavo a mano con jabón con el agua que me da Cesáreo y hago mi comida en la cocina, con una bombona que compro con el dinero que me da algún vecino o que reúno de guardacoches» en Tomé Cano. A esto suma la tarjeta de alimentos que Alí le ha tramitado en el IMAS, por 150 euros al mes, que le permite adquirir solo productos básicos de alimentación y higiene. Además, se beneficia del reparto de comida que realiza los sábado la asociación vecinal El Monturrio.

En 2015 trabajó por primera vez en un convenio de inserción del ayuntamiento de La Laguna y ahora, «gracias al señor Jesucristo, voy a volver a trabajar en otro como jardinero», gracias a la UMA, que también se ha encargado de que tenga todos los papeles en regla. «Le he falta un año para poder cobrar la Renta Activa de Inserción (RAI)», precisa Alí. De ahí que este convenio le permita lograr una prestación de por vida. «¿Te vas entonces a alguna habitación?», le pregunta la concejala. Trayan se encoge de hombros y mira a su casa, para justificar que allí tiene dos gatos y tres gallinas.

De ahí, al ático de Daniel. Antes, Alí explica el engorroso trámite que afronta la UMA con usuarios de otras nacionalidades que solo tienen consulado en Madrid. «Les pedimos cita extraterritoriales y a través del Samur Social los trasladamos en avión, allí los recogen, lo acompañan a hacer las gestión y regresan el mismo día».

A través de una vereda de cabras, se accede a la casa de Daniel. Antes de llegar a una vieja estructura metálica que hace de puerta, una alfombra, con más años que metros cuadrados cubre a la entrada de la cueva, en lo alto de la montaña, donde recibe la visita Daniel, otro rumano, corpulento, de 53 años, que lleva dos viviendo aquí. Fontanero de profesión, trabajó 18 años en la hostelería en su país natal hasta que se trasladó a la Península para trabajar en las temporadas de recogida de la aceituna, donde se enteró hace 15 años que se buscaba personal para limpiar los restos de un incendio en El Hierro y y recalar en Tenerife. Separado y padre de dos hijos, vive con su única compañía: una radio que alimenta con unas pequeñas placas solares, cuando no hay sol; de hecho tiene arrimada una televisión que apenas ve porque consume demasiado.

Cuando trabajaba le mandaba dinero a su madre, que sigue en Rumanía, aunque nadie de su familia sabe de su situación; «me da vergüenza». Tampoco ha visto a sus hijos desde hace tres años. A Daniel se le rayan los ojos cuando admite que se truncó su esperanza de volver a trabajar en un convenio. A diferencia de Trayan, se quedó fuera. «¿Tu sabes lo que es estar siete meses sin cobrar? Salgo poco para no gastar. Tengo la tarjeta de alimentos cada dos meses pero con eso no puedo comprar ni tabaco ni la bombona», explica, mientras la concejala y Alí sopesan dar mensualmente la tarjeta de alimentos de 150 euros ya que ha dejado de cobrar prestación y solo tiene la comida que recoge del Banco de Alimentos.

Escaleras mecánicas

Antes de marcharse, la concejala le pregunta. «¿Quiere alguna cosa en particular?». Daniel usa de humor: «Lo que aquí hace falta son unas escaleras mecánicas». De regreso al Santa Cruz que se ve desde el coche, Cesáreo hace su segunda visita del día a la zona. Carpintero especializado en lacado de muebles, se maneja por las veredas para dar de comer a los animales con la destreza de un adolescente a sus 67 años, mientras ya prepara su jubilación.

De nuevo al micro del UMA para una aproximación al asentamiento de Los Lavaderos, donde junto al depósito municipal del agua, en lo más alto de Santa Cruz en esta zona. Allí solo quedan los restos del viejo remolque de un camión que sirvió de hogar a Albert, un holandés que habla cuatro idiomas y que trabajó en el time share del Sur hasta que se arruinó por la ludopatía que lo privó también de su familia. Acabó entre estas ruinas que Alí revisa a diario para verificar que no hay nuevos inquilinos, pues Albert se acogió a un recurso del IMAS.

Desde donde acaba la pista de tierra en Los Lavaderos se divisa la Santa Cruz de las ramblas, el García Sanabria, el puerto, el Auditorio, las dos torres... casi como un brindis por un próspero porvenir.

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