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BARRIO A BARRIO | Valleseco

La Cardonera, vida al límite del precipicio

Natalio y Eloína, de 90 años, residen en la casa más alta de este núcleo de Valleseco

El matrimonio formado por Natalio Expósito y Eloína González, en su casa que preside La Cardonera.

Una tan escarpada como angosta es la carretera que lleva a la vivienda de este matrimonio, en la atalaya de Santa Cruz que se levanta sobre Valleseco, huérfana de luz y hasta asfaltado.

La visita a la casa de Natalio y Eloína pone a prueba la capacidad tanto física –no apta para cardíacos– como la habilidad del conductor. Más allá de la visión idílica que se vende de Anaga, de la proximidad a Santa Cruz –porque se localiza en la parte alta de Valleseco– se descubre una atalaya que permite una visión espectacular del Santa Cruz más agrario, desde la ladera y con la bahía chicharrera al frente.

Victoria, una de las cuatro hijas del matrimonio nonagenario que reside en los altos de La Cardonera, emplaza al visitante a la entrada de Valleseco, a escasos metros de donde toma forma la ansiada playa y cerca de donde está la nave de ensayo de la comparsa Los Cariocas o la plaza testigo de tantas asambleas vecinales. 

Desde ahí, rumbo al techo de esta parte de Santa Cruz, siguiendo la estela de Victoria. Todo marcha bien mientras el trayecto se discurre por el interior de Valleseco, hasta que el conductor se adentra a través del cruce de La Cardonera y la vía se estrecha cada metro que avanza; el consuelo, que está asfaltada, al menos esta parte. Pero el recorrido se complica. ¿Y si viene otro vehículo de frente en una pendiente que gana enteros cuando se supera el casco de La Cardonera? Luego, una curva, sobre una pista hormigonada más escarpada y con solo dos apartaderos. El más difícil todavía: girar y acelerar a la vez. A partir de ahí, una pasarela bordada en la ladera con la medida de un turismo y no apto para quienes padezcan vértigo. De nuevo, otro repecho. Unas veces en tierra, otros en asfalto hasta un tramo de hormigón rayado que se culmina poco más abajo de la entrada a la casa de Natalio Expósito y Eloína González.

El visitante sigue el rastro de Victoria, quien al final de la pista, gira su todoterreno para dejarlo estacionado a la derecha preparado para enfilar el regreso a casa, tras visitar a sus padres, que viven en la tierra que adquirió su familia –de procedencia gomera–, hace tres generaciones. Victoria reside en Santa Cruz –centro–, si bien casi a diario visita a sus padres junto a sus hermanas; de hecho, en el trayecto hace un alto para recoger a una de ellas, Esther, que se suma a la vista. Con el sentimiento de orgullo de pertenencia al lugar, Victoria muestra la zona para asegurar: «esto se ha hecho gracias a mis padres», se refiere así tanto al tramo que está hormigonado como a las huertas sobre las que, distribuidas a modo de terrazas, se levanta el domicilio familiar, mientras en los canteros de enfrente atiende una de las huertas otra de sus hermanas, Nati. «Aquí se cultivan habichuelas, papas y algún bubango», explica. 

Desde donde se deja al coche hasta la vivienda, se pasa por una vereda. Entre resuello, una pregunta: ¿Y cómo se llega aquí cuando llueve?, se plantea en temor a las escorrentías o a que las ruedas del vehículo puedan patinar. «Pues con paragua», se ríe Victoria sin perder el buen humor, y con reconocimiento a quienes precisamente el paso del tiempo ha comenzado a pasarle factura. Otra pregunta: ¿Y hasta aquí llega el butano?. «Por supuesto», sentencian como lo más natural del mundo.

Desde esta ladera bajaban caminando sus hijas para ir al colegio Onésimo Redondo, en El Toscal

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Precisamente hoy, 22 de octubre, su padre, Natalio, celebra su 90 cumpleaños, al igual que ocurrirá el próximo marzo con su esposa Eloína, quienes mantienen viva la complicidad del primer día de novios. Nada más acceder desde la vereda hormigonada y sortear a las mascotas de la casa, Natalio y Eloína saludan al visitante desde su terraza, mirando al mar, como reza la letra de la canción. Desde ahí, sentados y con mascarilla, comparten la experiencia de una vida cultivada en la tierra que compró el abuelo de Natalio. Él es natural de la charca de Tahodio; su esposa, de La Cardonera, y ya desde que tenía doce o trece años se conocieron en los bailes de campos de la época. «Aquello eran bailes de campos», reitera Natalio, para explicar que estaban amenizados por parrandas que formaban los propios vecinos de la zona. «Yo salía el sábado de Tahodio y me volvía cuando ya estaba cansado de cantar y bailar al son de guitarras y timples me volvía por la mañana del domingo», mientras interviene Ascensión –otra de las hijas– para contar una confidencia: «El otro día él cantaba mamá y ella le respondía a él». «De poquito tiempo me ha dado por cantar», matiza Natalio como quien se disculpa, mientras sus hijas elogian su vitalidad, que ha menguado de poco para acá desde que se llevó un susto, por lo que ha comenzado a llevar bastón. «Se acobardó de poco para acá», comenta Esther.

Natalio sacó adelante a sus cuatro hijas trabajando en el puerto y como jardinero del parque García Sanabria, y luego llegaba a casa y seguía, con su esposa, con el cultivo de las fincas y de las vacas, cabras, conejos. «Como vivíamos aquí, hacíamos lo posible para no tener que volver a subir». Desde La Cardonera, las cuatro hermanas iban caminando hasta la parte baja del pueblo para coger la guagua para poner rumbo al colegio Onésimo Redondo, en el barrio de El Toscal.

Las hijas se han organizado para que no le falte nada a sus padres, en especial ahora que él necesita ayuda para caminar, pues para regresar precisa ya de una silla. Unas le llevan el pan o lo que haga falta, otras atienden las huertas... todas entregadas para devolver tanto cariño que este matrimonio que suma cuatro hijas, catorce nietos y cuatro bisnietos. «Aquí traía yo el material desde la cantera para hacer la casa», explica Natalio, mientras su esposa, le coge la mano, y describe hasta qué parte de la vivienda está construida en bloque rojo.

Ahora esperan que la carretera asfaltada llegue hasta su casa y que se instale algún punto de luz para evitar que por la noche tengan que alumbrarse por el camino con el móvil. Eso en Santa Cruz, en pleno siglo XXI.

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