A poco más de 28 kilómetros del centro de Santa Cruz se localiza este caserío de Anaga, que paga sus impuestos en la capital pero recibe la mayoría de los servicios gracias al Ayuntamiento de La Laguna. Los vecinos reconoce un incremento de la población, porque «la gente quiere volver al campo», aseguran. Unas ochenta casas conforman el lugar en un escarpado terreno por su orografía y también por el olvido municipal.

«Historias para no dormir» es el nombre del bar que en los últimos años ha convertido a Taborno en un reclamo para los amantes de la buena gastronomía, en especial por su oferta culinaria francesa, aunque también podría ser el título de una serie que abarque cada una de las historias que padecen a diario los vecinos de este caserío de Anaga que, desde hace más de un año en el peor de los casos, viven atrapados en sus viviendas.

De la mano de Teodoro Martín, el dirigente vecinal decano del Macizo, el visitante conoce el caso de Candelaria Ravelo González que, a sus 84 años, permanece enclaustrada en su casa que se localiza en la zona de La Sasnoya, junto a su hijo Gabriel, de 64 años, que padece con una discapacidad. Candelaria no puede evitar emocionarse cuando reconoce a Teodoro a la puerta de su casa, y eso a pesar de las cataratas que menguan visión. «Ven, dame un abrazo», le pide, para luego invitarlo a pasar al interior de su casa para que salude a Gabriel, «quien siente locura por Teodoro», explica.

Candelaria, madre de cuatro hijos, afirma que «está llena de dolores», a consecuencia de una vida de mucho trabajo en el campo. Una de sus hijas está ingresada y teme que no pueda venir a su casa ni para verla porque está en silla de ruedas. Candelaria se muestra agradecida porque los servicios sociales le traen la compra y hasta tiene una asistenta que le ayuda en las tareas doméstica. La trabajadora, presente en la visita, le confía a Teodoro: «Anoche (por la del miércoles) pusieron un reportaje por televisión sobre Taborno; cuando me mandaron aquí yo no conocía la zona... Lo único que espero es que no le den mucha publicidad para que esto no se masifique con el turismo», le confía.

La casa de Candelaria se localiza al final de una vereda de hormigón no apta para el tránsito de sillas de ruedas por su pendiente. En dirección a la única carretera de Taborno, a unos veinte metros, la vivienda de Isabel y Alvarito, quien hasta hace unos años prestaba su labor como cabrero tarea que asume en la actualidad su hijo, Hilario, quien trabajó en la construcción y, tras quedarse parado, volvió al campo, donde sus padres encontraron el sustento.

El tiene unas sesenta cabras, explica su madre, quien ofrece un «buche de café». Sus pierdas están vencidas por los años de trabajo cortando cisco en el monte o cargando calderos de leche a la cabeza; ahora se mueve con la ayuda de un escobillón y un palo, y cuando tienen que salir para ir al médico sortea un camino por una huerta que se localiza frente a su casa, pues el único acceso a su vivienda terrera es a través de unas escaleras de hormigón que a duras penas podría sortear. Alvarito hace esfuerzos por escuchar las bromas de su esposa, quien lo acompaña mientras hace la comida a la espera de que su hijo llegue después de atender a las cabras.

«¿Todavía está eso del virus?», pregunta Candelaria, porque ve a la visita con mascarilla; «yo lo que estoy es de gandulismo», afirma sin perder una eterna sonrisa y unos ojos que parecen dos relicarios del cielo de Anaga. «¿De verdad que no quieren un buche de café?», reitera, mientras David, el hijo del presidente de la asociación de vecinos se acerca a la casa de Saturnino, a quien todos conocen en Taborno como Nino. «Este caso es digno de que lo veas», explica, al explicar que este vecino, que vive en una casa que está más arriba de la de Candelaria y Alvarito, accede por una vereda. «Tiene dos muletas y cuando tiene que hacer alguna gestión tiene que salir dos horas antes de la casa para llegar a la carretera», explican.

Con desconsuelo por abandonar la grata compañía, cargada de historia de Taborno, David, en compañía de su padre, Teodoro, guía al visitante por el sendero que apenas permitiría el paso de una silla de rueda, con el peligro de la inclinación.

De regreso a la plaza del caserío, donde está la ermita, se encuentra la venta de Yaya Díaz, quien la reabrió después de permanecer catorce años cerrada. Antes estuvo ella también al frente, aunque la tuvo arrendada; ahora es de su propiedad. Es una venta en la que se puede encontrar desde una lata de salchichas a disfrutar de una ensalada, un bocadillo de carne mechada, un vaso de vino o un café. «De aquí no se va nadie sin comer», apostilla. Su situación privilegiada de estar de cara al público le permite acreditar que en los últimos años se ha registrado un retorno de la gente al campo.

El exterior de la venta de Yaya es el punto de encuentro de muchos de las ochenta familias que viven en Taborno; por allí pasa el cartero para dejar la correspondencia, y hasta Jaime Díaz, un profesor de la Universidad de La Laguna –que da teoría de Geografía en el aula y disfruta de la práctica en Taborno– se ofrece a recoger la correspondencia para acercársela al vecino a la que va remitida. Jaime acabó la jornada por hoy, después de recoger unos cuantos kilos de papas borrallas, una especialidad que tiene su cuna en Taborno, Chinamada y Carboneras. A esta variedad se le atribuyen por tradición oral características que las recomiendan para diabéticos porque no tienen mucha azúcar, cuentan los residentes.

Tan importante es la papa borralla en Taborno que hasta tiene su fiesta propia; en este caserío se celebra el segundo domingo de junio la festividad de san José y en noviembre, la fiesta de la papa borralla; antes cuando no había virus hasta había baile. «De esta plaza he salido unas veces riendo y otras llorando», dice Teodoro, un incondicional de los preparativos de la comisión de fiestas.

«Aquí se planta en los canteros que tienes más a manos», lo dice como un lamento y haciendo suyo el sentir general de los vecinos de Taborno, que no sólo reclaman accesos para las viviendas sino también para los terrenos. Y es que la falta de accesibilidad ha provocado precisamente que la agricultura haya pasado a ser la segunda actividad de los vecinos de la zona. Un ejemplo, el propio David, que trabaja en Titsa, y en cuanto acaba su jornada laboral regresa a Taborno buscando la paz del lugar y también para atender la huerta.

Alejandro, otro de los vecinos de Taborno, explica que «aquí siempre han existido siete caminos principales: El Lomo, El Montecillo, La Lomita, Los Charcos, La Sasnoya, El Concherío y el camino de El Frontón». «Nunca se ha hecho una sola actuación en dichos caminos, salvo parchear».

Cunde la resignación

Los vecinos de Taborno parecen resignados a la ausencia de inversiones municipales que mejoren la accesibilidad. Atrás quedó el anuncio de un proyecto que se valoró en un millón de euros y que iba a permitir acceder hasta la última parte del pueblo, prolongando el camino de El Lomo y El Concherío, asando por Los Tiles, para dar acceso a las últimas casas... Aquello se quedó en una declaración de intenciones, asegura Alejandro.

«Taborno es el único pueblo de toda Anaga donde no se ha hecho ni una sola pista agrícola, pero es que además son los técnicos del propio Parque Rural de Anaga quienes ponen los mayores impedimentos», se lamentan los vecinos, mientras se las tienen que ingeniar cuando alguien enferma.

Alejandro recuerda la opinión de un técnico municipal «que afortunamente ya no sigue en el ayuntamiento, que consideraba una imagen bucólica ver a un vecino transportando sacos de papas desde el fondo del barrando a hombros; decía que no había que perderlo. Y yo le respondí: ¿Perderlo? Lo que hay es que erradicarlo por completo y facilitar medios mecánicos para poder llegar hasta nuestra casas o tierras».

Los vecinos están hartos de esa imagen idílica que el ayuntamiento vende de Anaga, que se proyecta como paraíso de los senderistas, para realizar una práctica por terrenos que son de titularidad privada. «Si quieren que vivamos como hace 100 años, entonces cortamos los accesos a las tierras y aquí no pasa ni Dios, como hace 100 años», apostilla Alejandro, mientras Jaime reclama un punto gratuito de internet en la asociación de vecinos para que los pocos niños que hay –una decena– puedan hacer sus trabajos, una apertura al siglo XXI de un caserío que transita por veredas del pasado.

En Taborno, como un vecino más, se encuentra Antonio Hernández, conocido como Toño; junto a Juan Carballo, que integran la unidad de Policía local de Anaga; primero eran cuatro agentes y ahora quedan dos. Natural de Vilaflor, Toño decidió establecerse también en Taborno donde encontró el amor hace ocho años cuando fue a multar a una tabornera por aparcar mal junto a la plaza del caserío. Toño y Juan, más que policías, son amigos de los vecinos y ejemplo de solidaridad: desde la pandemia reparten alimentos a 28 usuarios de la ONG Sonrisa y Abrigos y de la UTS, cargando en su mochila los productos que reparten entre los más necesitados del lugar. Senderista y enamorado de la naturaleza, Toño y Juan ayudan a cumplimentar algunos trámites a los vecinos. Todo un ejemplo.