Hoy, ¡por fin!, nos hemos dado cita aquí, en Ligrasa, en el acto de colocación de la primera piedra, algunas personas y colectivos que han hecho posible su conquista para la ciudad. Y lo celebramos con optimismo, pero también con esa porción de escepticismo que reservamos para el siempre posible rayo que nos pueda caer encima y acabe nuevamente con el intento. Muchos rayos nos han caído, pero no contaban los rayeros que éramos gente dura de pelar. Nunca pensamos, en aquella primera asamblea en la placita, que la lucha fuera a durar más de 30 años. Todos sabíamos que estaba en juego nuestro bien más preciado: este pedazo de Atlántico, caprichoso aliado del alisio que propone aguas cristalinas y sanadoras. Nuestro pequeño gran lujo. Éramos capaces de cualquier cosa para preservarlo, para no permitir que lo destruyeran. Teníamos enfrente a un fiero enemigo, ambicioso, frívolo, codicioso, como suelen serlo los que no tienen ningún interés por compartir lo que es de todos y de todas.

Sí, hasta aquí llegaron los aires tempranos e insaciables del boom que apostaba por todo. Donde tierra, solar; ¿dónde mar? Pues cemento y ya está. ¡Oooh, un trocito de callao virgen! ¡A por él! Dijeron, y no una, ni dos, ni tres, sino muchas veces. ¿Para qué queremos esos muelles de piedra, hierro y madera? ¿Para qué las naves carboneras? ¿Nuestra historia? ¡Bah!

Salían propuestas de muelles por todas partes, desde Acapulco hacia la Alemana, desde el muelle Cory hacia el Bloque. Se anunció la venta de pantalanes para el muelle que se iba a construir aquí, en Ligrasa. Todos los intentos han sido parados hasta hoy. Y en ello ha tenido mucho que ver la resistencia de Valleseco y el apoyo de la ciudad de Santa Cruz y de fuera de ella.

La lucha ha sido larga. Hoy toca hablar de Ligrasa, toca nombrar a algunos de los hombres y mujeres que sacrificaron una buena parte de su merecido verano para estar aquí, impidiendo que prosperara el injusto sueño depredador. Ya forma parte de nuestro acervo la fuerza de los jóvenes, los jóvenes de Ligrasa: Adonay, Lipe, Zaira, Nayra, Abiguel, Cristi, Yaiza, Lola, Asdrúbal, Amaluije, Ithaysa, Adal, Aduanich, Garoé, Atheneri, Yacob, Jony, Diana, Jose, Dani, Bentorey, Juan Manuel… Reclamo de otros que venían de fuera y que mantuvieron la acampada. Pero, había que darles de comer todos los días y, también, había que tener comidita para los turnos de apoyo. Pues bien, como por arte de magia aparecían en el fogón un montón de arepas al más puro estilo venezolano. Desayunábamos ricos bizcochones de Rosa, la de La Cardonera, junto a la bollería y refrescos que Suso, el de la Texaco, hacía llegar bajando cestas desde la gasolinera; Sixto y Toñi, Delia y Francis, Lourdes y Goyo llegaban con suculentos picoteos para la terraza de verano en que se convirtió Ligrasa y que Sufi amenizaba con su guitarra al atardecer. Las comiditas de Goyo, las paellas de Yaya, las pizzas de Elisa... tantos y tantos chefs presentando comidas dignas de un máster de Lausanne.

Cuando salía el sol, Miguelina, Meli y Eusebio ponían orden en el pequeño desastre que Nelly y Mario vigilaban.

Desde aquí, Los Cariocas tocaron su primera batucada a la Virgen del Carmen el día de su embarcación. ¡Cómo no recordar las aportaciones y presencia continuada de las familias Medero y Cruz, a Carmelo, a Vicente, protegiéndonos y poniéndonos en valor ante cualquier posible molestia o agresión inesperada!

Un magnífico día conseguimos parar la obras y salieron guitarras y canciones hasta debajo de los callaos que nos hicieron sentir y sentir, con plenitud compartida, una victoria efímera y grandiosa.

Algunos y algunas de los protagonistas de nuestra lucha son los hijos y nietos de los que construyeron el Puerto de Santa Cruz, partícipes de su progreso. El Puerto, vecino fiel, fuente de sustento y esperanza. Por él llegaban alimentos, posibles novios, hijos, enfermos combatientes, mercancías que muchas veces se convertían en producto de cambullón... ¡Cuántas historias circulan en torno a los barcos que llegaban! ¿Qué les traería esta vez?

Y viene de lejos librar batallas en esta costa, defendernos.

El tiempo, el orgullo, el sentirse partícipe de la construcción y defensa de nuestra ciudad ha alimentado el compromiso de vigía en la sencilla gente de Anaga, y cada vez que una amenaza ronda en su entorno, prende la llama de la defensa de su querido territorio y se expande y proyecta, conectando con los corazones de bien de la ciudad. Y en cada momento de esta larga lucha hubo la fuerza necesaria para mantenerla.

No siempre estábamos todos. El desaliento ha formado parte, también, de nuestra historia. Y no solo de la nuestra, sino que habita en los pueblos del mundo cuando los malos ven que la gente resiste y prospera. Forma parte de los cuentos y leyendas de la humanidad: El Cururía que introduce en la literatura chilena María de la Luz Uribe y que el gran Italo Calvino recoge en El príncipe Belverde como La Desdicha, que contamina a los hombres y mujeres al respirar los polvos del maléfico. Pero siempre en los relatos populares, los valientes o mueren o acaban con los malvados. Nosotros somos los buenos, las buenas de esta historia que saboreamos sorprendidos y sorprendidas el exquisito sabor a miel de una pequeña gran victoria, compartiéndola con todos ustedes: poder ofrecer, en la bocana del puerto, un horizonte de disfrute, abierto, testigo de nuestra hazaña, para todos, para nosotras, para las que vengan.