«El verdadero mérito de esta experiencia la tienen las hermanas de la Caridad que regentan el comedor social de La Milagrosa; ellas son las artífices que hacen posible que un grupo de usuarios participe en esta experiencia, que permite dejar en el olvido las penurias de la vida. Aquí cada uno se ahorra los 60 euros que les costaría una sesión con un psicólogo y un día de ensayos vale por tres consultas». Este es el análisis que realiza Filiberto López de la experiencia que se puso en marcha a instancias de las hermanas de la Caridad de San Vicente Paúl, que regentan el comedor social de la calle La Noria.

Director de grupos folclóricos y rondallas, también uno de los fundadores de Jóvenes Cantadores, Filiberto agradece la invitación que recibió del personal del comedor social para poner en marcha el coro de La Milagrosa, aprovechando que lo conocieron de las actividades extraescolares que impartió en el colegio Mayco, de La Laguna. De hecho han transcurrido ya más de dos años de aquella experiencia. Es más, se constituyeron antes de la pandemia y hasta protagonizaron una actuación que se ofreció en la plaza de la Iglesia de La Concepción. Luego, apareció el Covid-19 y pasó factura a aquel conjunto de unas 25 personas que dieron los primeros pasos en el grupo.

Tras el confinamiento, ha retomado poco a poco su actividad y ahora ensayan a los pies de la torre de la iglesia matriz, a la espera de que esté listo el local que les están habilitando, a la vera del barrando de Santos.

En su mayoría, son usuarios del comedor y fueron animados por la trabajadora social Elena, que les animó a acudir los martes y jueves a los ensayos con Filiberto López; de ahí irían a retirar su comida al recursos asistencial. «Todos los comedores sociales que existen en Tenerife deberían tener un servicio de estas características», precisa Filiberto, que agradece el apoyo de La Caixa, también, que ha facilitado su puesta en marcha. De los 25 componentes iniciales, en la actualidad asisten a este recurso entre ocho y diez personas.

Historias muy personales

Natural de Puerto de la Cruz, Filiberto se traslada los martes y jueves desde La Orotava, donde reside, para instruir al grupo, afirma en presencia de Carmen, quien asiste a la reunión solo por ver el manejo y la destreza musical de Filiberto. Entre los componentes priman los usuarios, como Manolo, que sabía tocar la guitarra y acude con el aliciente de olvidar el peso de la vida.

Antonio, uno de los componentes, nació cerca de donde ensaya, en el número 7 de la calle La Noria, hasta que se embarcó para Venezuela el 14 de febrero de 1956. El día 31 cumplirá 79 años. «De chico trabajé de todo, hasta en bodegas, hasta que estudié contabilidad y le llevaba las cuentas a los pequeños comercios. Antes me trasladaba a la Isla a ver a mis padres, hasta que viene por un año y me quedé, aunque mi mujer está en Venezuela. Aquí estoy, sin ni una paga para vivir».

A su lado, Roberto Vicente Jun, prejubilado «con una miseria», que se vino desde Valencia con lo que le cabía en una bolsa. Trabajó en la hostelería y la restauración, hasta que se retiró después de ser segundo metre. De joven tocaba el piano, arte que ahora ha cambiado por el timple, aprovechando que reside en Tenerife. «Hace ya tres veranos que estoy aquí; llegué en noviembre y aproveché para ir a la playa; viví un Carnaval y me llamó la atención el entierro de la sardina, con viudas vestidas de negro riguroso y labios pintados de rojo».

Manolo, de familia materna natural de La Gomera, también se ha sumado al grupo para aportar, desde hace unos pocos meses, su conocimiento con la guitarra, algo similar a Hassan, que procede del Sáhara Occidental –donde trabajó de encargado de supermercados, hasta que llegó a Tenerife, hace 20 años– y lleva dos meses en el coro. Javier es otro de los usuarios que integran la agrupación musical, quien fuera conductor de guaguas de turismo hasta que la crisis de 2012 le llevó a compartir piso con un maestro y un capitán de la Legión. «Esto le puede pasar a cualquiera», se refiere a su maltrecha situación económica.

Apuntala las clases de musicoterapia, como las define el monitor, Javier, un jubilado que pasó un día por la zona, los vio ensayando y... «me aceptaron rápido» en «estas clases de ganas de vivir con música».