Son las once de la mañana. En unas escaleras del pabellón Pancho Camurria, cerca de la glorieta que lo separa del albergue municipal, pernoctan a pleno mediodía Luisa Bethencourt, de 67 años, y su hijo León, de 45, junto a todos dos conocidos de compartir raso que prefieren no dar el nombre pero sí animan a la madre y a su hijo a pedir ayuda. "Cuéntaselo al periódico y dile que te ayuden", les anima, mientras uno de ellos rechaza la fotografía porque asegura que está vinculado con temas de drogas, "y no quiero tener problemas", comenta entre bromas y veras. Eso sí, pide que alguien les lleve mascarillas.

El testimonio de esta madre y su hijo demuestra que nadie está libre de caer en la indigencia.

Luisa vivió su juventud en la Rambla de la capital tinerfeña y se desplazaba los veranos a casa de La Laguna de sus abuelos, allí conoció con 14 años al que más tarde sería su esposo, un arquitecto -asegura- con el que contrajo matrimonio en el Santuario del Cristo y con el que tuvo tres hijos, el mayor, León, su inseparable compañero, que asegura que padece varios enfermedades mentales por las que le han reconocido una discapacidad del 68. "Mi minusvalía es superior incluso que la de mi madre, que se está quedando cierra", asegura.

Luisa y León se incorporan. Hasta ahora estaban en el camastro formado con cartones y alguna manta. En realidad, disfrutan de un descanso de media mañana porque ellos son dos de los 116 usuarios del albergue municipal. "Nos echan a la calle a las ocho y media de la mañana, después de darnos el desayuno y las pastilla", cuenta León. "Y luego vecinos aquí hasta que llegue la hora de comer, a las doce y media. Salimos y venimos aquí, hasta la hora de la cena, sobre las seis y media", precisa Luisa. "Pero aquí hay mucha inseguridad; el otro día me desperté y ya no tenía el reloj", asegura León mientras extiende el antebrazo que delata el rastro.

"Mi padre era arquitecto de los que hacía el plano a mano, luego llegaron los ordenadores", continúa León, para precisar que él también estuvo trabajando unos diez años como peón de albañilería en San Isidro, "pero se acabaron las calles". Asegura que también estuvo casado, pero se separó hasta que le diagnosticaron epilepsia y esquizofrenia, y también trastorno de personalidad...

Su madre retoma la conversación. "Estuve casada durante treinta años y con tres hijos; nuestro domicilio familiar estuvo en el barrio de San Benito, en La Laguna, hasta que nos separamos. La casa era nuestra, pero estaba hipotecada; dejó de pagar la mensualidad y la perdimos. De ahí me fui a vivir con mi hijo y una de mis otras dos hijas a Las Chumberas con Antonio, un chico que conocí y con el que estuve conviviendo trece años. Era la casa de su madre; él falleció y tuve que dejar la vivienda. De ahí nos marchamos a San Matías León y yo, hasta que hace poco más de un año la casera nos pidió el piso".

"Nosotros podemos pagar hasta 350 euros por una vivienda, aunque tenga una habitación con una sola cama; no sería la primera vez que la compartimos", explica León, que rápidamente saca cuentas de sus gastos e ingresos. "Mi madre y yo, cada uno, recibimos una pensión no contributiva de 290 euros. Con ese dinero podríamos afrontar como mucho un alquiler de trescientos euros o un poco más, porque piensa que luego tenemos que comer, los gastos de la luz y el agua... Es que no te da para alquilar nada", explica. Con temple, sin soltar lágrima pero con sentimiento, interviene Luisa: "¿Usted puede decir en el periódico que nos ayuden, por favor?. Ahora los pisos están muy caros y no podemos pagar tanto, pero aunque sea algo más baratito".

Cuando se le pregunta por su familia, León asegura que su padre rehizo su vida con otra mujer y de sus hermanas no sabe nada porque "a ellas les da vergüenza que estemos aquí en el albergue".

La falta de contacto es tal que Luisa no conoce a los dos nietos que tiene por parte de una de sus hijas. Se gira para León y le pregunta: "¿Qué edad tendrán ya? ¿Tres años?". "Tres años, el más pequeño; el mayor lo menos seis", le replica León a su madre, que hace un alto en la conversación y se disculpa. "Tengo que ir al albergue porque tengo hora a las doce para hablar con la trabajadora social, a ver si me dan algo".

Luisa reitera que vive con miedo y con el desconsuelo de dar a su hijo una vida mejor. "Aquí se reúnen unas veinte personas por la noche. Nosotros solo salimos aquí cuando no estamos en el albergue; allí hay unos veinte trabajadores y todos nos saludamos, pero... Por favor, podría decir si alguien nos alquila un piso, es que ahora están muy caro. Queremos que nos ayude alguien para poder salir de este infierno; anoche mismo aquí hubo sangre. Por favor...".