De la mano del vicepresidente de la Asociación de Vecinos Azorín, Ángel Brito, y con el secretario del colectivo, Víctor_Ravelo, comenzamos un recorrido por el barrio que se localiza a la entrada de la capital tinerfeña, junto a la autopista que enlaza la capital con el Norte, vertebrado por tres barriadas. La más próxima a la zona de la piscina municipal, la de Cepsa; subiendo, a la derecha, la urbanización de José Antonio, y en lo más alto del barrio, La Candelaria.

Hoy la sede de la asociación de vecinos Azorín poco tiene que ver con épocas pasadas cuando la suciedad de los jardines se adueñaban de las instalaciones, una vez resuelto ya los problemas de la luz que le impedían realizar su actividad. En la actualidad, esta asociación es un referente por la programación que desarrolla: clases de zumba, pintura, folclore, costura... "Hasta tenemos aquí al grupo de pintura de Florentina", presume Víctor Brito. Pero esa paz parece acotada por las rejas que marcan el deslinde de la sede social con la vida real: las calles del barrio.

Nada más adentrarnos en la acera que delimita la rotonda, el vicepresidente llama la atención e invita a los visitantes a colarse entre los jardines. "Estos son los baños públicos del barrio; sáquele foto", le pide al redactor gráfico para atestiguar que no exagera. "Por la tarde, cuando las chicas están haciendo las clases de zumba se quejan porque no pueden abrir las ventanas por los malos olores", comenta Ángel. "Y gracias a Servicios Público y a la empresa Valoriza que todos los días, hasta los domingos, pasan por aquí y baldean la zona", añade en una explicación que es pura descripción de lo que ocurría durante el recorrido por la zona.

Apenas nos hemos adentrados a la rotonda, y los vecinos se quejan de sus otros vecinos. "En el barrio habitan unas 7.000 personas; de ellas 50 lo hacen en la calle, a los que se suman el centenar de usuarios vulnerables que reciben atención en el albergue municipal". Según Ángel, "la inseguridad se ha multiplicado en esta semana". El secretario de la asociación Azorín, Víctor Ravelo, interviene para puntualizar: "el martes hubo dos peleas, el miércoles otras tantas y ayer por la tarde, una". Los dos dirigentes vecinales demuestra su conocimiento del lugar a la hora de delimitar las zonas según sus usuarios y el riesgo de peligrosidad, según su testimonio. "En el albergue hay más de un centenar de personas que reciben atención, comida y duermen ahí y, fuera de esos horarios, están en la calle; bajo los accesos del Pancho Camurria, por la mañana, se refugian del sol algunos de los usuarios del albergue que esperan por el almuerzo o la cena; de resto, detrás del pabellón están los colchones apilados porque esto se llena de indigentes por la noche que se van de aquí cuando sale el sol. Y luego está el poblado, a la entrada del barrio por la autopista, pero ahí ya solo quedan tres o cuatro chabolas", explican.

"El riesgo de los acceso y la trasera del Pancho Camurria es acabar con el poblado. Tenemos esa experiencia, por eso hemos demandado vigilancia policial para evitar que se instala la marginalidad y que esto acabe mal", añade.

Mientras caminamos junto al Pancho Camurria, unas manchas sobre el acerado acreditan el testimonio de los dirigentes vecinales. Ángel se acerca a un vecinos sintecho que espera el paso de las horas bajo el pabellón y le pregunta: "¿esto es sangre?". "Sí, de la pelea de ayer", añade. En la zona ya no están los jóvenes que salieron del centro La Montañeta, en Garachico, que les habilitó Cruz Roja a unos veintincinco africanos que llegaron en patera y que permanecieron acogidos en el recurso unos ocho y nueve meses hasta que lo abandonaron para poner rumbo a la Península y reencontrarse con sus familiares.

Dejamos la parte delantera del Pancho Camurria para adentrarnos en los dormitorios de los indigentes que dejan abandonados cuando sale el sol. Casi como una zona residencia se ha quedado el antiguo poblado, hoy con tres o cuatro casetas, que parecen de cinco estrellas si se compara con los cartones, sillones viejos y las colchas. En la trasera ni siquiera hay acera que delimite el pabellón; solo los camastros... En el lado del pabellón más próximo a Somosierra, los duplex, señala Ángel Brito, en referencia a los antiguos accesos que hoy están tapiados por colchones y sirven de vivienda. Pero ni rastro de vida. Ya se marcharon para volver por la noche, explica Ángel y Víctor.

Desde el pabellón, el parque Manuel_Castañeda, que se localiza pegado a la autopista, junto a la barriada Cepsa. "Aquí hay un jardín infantil -dice Víctor- donde yo traía a mis hijas, pero ahora ni se me ocurre venir con mis nietos". Y señala para el tobogán: "Ahí el otro día estaba durmiendo una persona", cuenta, mientras desde el muro más próximo a las viviendas se cae un residente que se resiste a soltar el tetrabrik de vino. "Mira, ni se mantiene en pie", se lamenta.

Para Víctor Ravelo, es una pena la situación de abandono del parque Manuel_Castañeda, "y eso que hoy está limpio, porque solo hay tongas de hojarasca, pero otras veces está llevo de latas". El secretario de la asociación Azorín señala a los muros que separan el parque de la autopista. "Les hemos pedido a las autoridades locales que los quiten, y que desde la autopista se vea el interior del parque", cuenta Víctor mientras nos invita a adentrarnos por un lateral del jardín para señalar dónde tiraban las latas. "En lo único que nos han hecho caso es que han quitado los banco", cuenta mientras paseamos por el parque. "Y otra necesidad es que retiren esta tierra y pongan otro pavimento, como si quieren sustituirlo por asfalto", pero no reúne condiciones para que nadie venga por aquí, precisan los vecinos, mientras el secretario de la asociación se para con un vecino para advertirle que en la sede de Azorín no se pueden hacer barbacoas y le recuerda las medidas de seguridad por el Covid-19. Desde el parque Manuel_Castañeda, a los dos nuevos bloques de la barriada La Candelaria, que esperan a sus titulares. Ángel señala un cuarto de obra o contadores que está entre los dos edificios y que parece tapiado. "Ahí entraron ocupas y tuvieron que cerrar todo eso porque se llevaron hasta las llaves". E interviene Víctor, el secretario. "La calle Ortega y Gasset lleva cerrada todo el año de la obra, y sigue. ¿Por qué la mantienen cerrada?"... Y deja la pregunta en el aire. De nuevo, al albergue. "Ojalá no volvamos a la fase 3 del estado de alerta; aquí se formaba una cola de gente que venía a recoger la comida", mientras temen que en Azorín se instale el olvido.