Juan Tomás de Iriarte, nacido en el Puerto de la Cruz el 21 de diciembre de 1735, fue el tercero de los diecisiete hijos habidos en el matrimonio de Bernardo de Iriarte Cisneros y Bárbara Nieves-Ravelo y Hernández Oropesa.

Dotado de una clara inteligencia, tuvo bajo su responsabilidad la educación de sus hermanos menores, a los que les daba clases de Geografía, Historia, Matemáticas, Lengua Castellana, Lengua Latina, etc.

Dado sus conocimientos teológicos sería nombrado Maestro de la Orden de Predicadores, en el Convento y Colegio de Santo Domingo, en La Laguna.

La fama de sus relevantes cualidades haría que su tío, el humanista y erudito Juan de Iriarte y Cisneros, bibliotecario Real y traductor de la secretaría de Estado, le llamase a Madrid, cuando tenía 33 años, para que le ayudara en la elaboración de un Diccionario de Latín; pero, se encontró con la desagradable noticia que don Juan había fallecido el día anterior a su llegada, aunque tendría el consuelo de acompañarlo en la capilla ardiente y en el sepelio.

Se quedaría a vivir en el Convento de Santo Domingo el Real, donde ocupó varios cargos distinguidos dentro de su Orden y destacó por sus dotes intelectuales y morales; pero, en Madrid se encontraban sus hermanos, Bernardo, Domingo, y Tomás, segundo, sexto y decimotercero en la línea sucesoria, quienes desde niños habían completado su educación bajo la dirección de su tío Juan.

Domingo era secretario de Embajada en Viena, y años más tarde llegaría a ser Embajador en Varsovia (Polonia).

Tomás, el famoso literato (fabulista), sucedería a su tío en su puesto de traductor oficial de la Secretaría de Estado.

Bernardo, que era miembro de las Academias de la Lengua y Bellas Artes, dada su influencia en la Corte le consiguió un importante puesto, según queda testificado en la carta que le escribe a su madre: "Juan desempeña un nuevo empleo, donde es muy considerado por su inteligencia y saber, así como por su vida ejemplar, creo que con el tiempo llegará a ocupar un buen puesto en su carrera".

Aunque los cargos que le consiguió los desempeño correctamente, y en los actos sociales a los que tenía que acudir hacía gala de su honorabilidad e intachable conducta, Juan Tomás rechazaría cuantas prebendas y condecoraciones le fueron ofrecidas y, como añoraba a su madre, y la tranquilidad espiritual que gozaba en Tenerife, sintió la imperiosa necesidad de huir de la vida ostentosa de la Corte, solicitando a la Orden su regreso a la Isla, a la que llegó con el cargo de Maestro del Convento de Nuestra Señora de la Consolación, situado donde hoy se encuentra el Teatro Guimerá y el Centro de Arte la Recova.

La tranquila vida conventual se rompería a las 4 de la mañana del 25 de julio de 1797, cuando en las oscuras calles de Santa Cruz comenzó a desarrollarse una feroz lucha.

Los ingleses, al mando del comandante Trowbridge, que estaban agazapados en la parte alta de la Plaza de la Candelaria, ignorantes de la derrota que habían sufrido sus compañeros en el sector del muelle, al ser atacados por los soldados del Batallón de Infantería de Canarias, comenzaron a replegarse por la calle de las Tiendas -Cruz Verde- hacia la plaza del convento de Santo Domingo, donde se le unieron las tropas dirigidas por el capitán Samuel Hood, que habían logrado desembarcar por la playa de la Carnicería y subir por el barranco de Santos, constituyendo una fuerza de 340 hombres.

Pero, ante el acoso al que se vieron sometidos desde las calles inmediatas, forzaron las puertas del Convento, se atrincheran en su interior y, desde las ventanas de las celdas, comenzaron a disparar a las tropas tinerfeñas que les cercaban, a la vez que le robaban a los frailes lo poco que tenían.

A las 5 de la madrugada, el teniente coronel Juan Guinther le envió al soldado Juan Guillermo, que hablaba inglés, para conminarles a que se rindieran, a lo que se negaron, pues tenían la esperanza de que serían auxiliados desde sus barcos; tal como ocurrió al amanecer, cuando los ingleses le enviaron 15 lanchas con 200 hombres para auxiliarlos; pero, desde el Castillo Principal se logró hundir una de ellas y otras dos desde la batería del muelle; por lo que, ante el castigo recibido, las restantes optaron por regresar a sus buques, dejando tras sí más de medio centenar de muertos, heridos y ahogados.

Trowbridge, indomable hasta el momento, al observar desde el campanario del Convento el descalabro que habían sufrido sus compatriotas, tuvo la osadía de enviarle un mensaje conminatorio al General Gutiérrez

De los 19 religiosos y 4 conversos que se encontraban en el Convento, eligió al Padre Maestro Fray Juan de Iriarte para que le tradujera, redactara y llevara el siguiente mensaje al General Gutiérrez: "Si les entregaban los caudales del Rey y de la Compañía de Filipinas no haría daño a los vecinos ni les perjudicaría en sus propiedades. En caso contrario no podía responder de las consecuencias". Para que regresara cuanto antes con la debida contestación, y ante la amenaza de muerte de los restantes moradores del Convento, le hizo acompañar del Prior Fray Carlos de Lugo.

Los asustados frailes recorrieron las oscuras calles del Barranquillo (Imeldo Serís), el Clavel, y el Sol (Dr. Allart), hasta enfilar la plaza de la Pila, sometidos a un gran nerviosismo pues tenían la incertidumbre de que fueran confundidos por los milicianos y soldados tinerfeños; por ello, dudaban si dejaban ver su hábito blanco, como si de una bandera parlamentaria se tratara, o se cubrían con la capa y capucha de color negro que les hacía pasar de incógnito. Una vez dentro del Castillo de San Cristóbal, el General Gutiérrez no les permitiría regresar hasta que concluyó la batalla.

A las siete de la mañana, los ingleses solicitaron parlamentar. Para ello designaron a Samuel Hood, quién sería conducido con los ojos vendados hasta el castillo de San Cristóbal. Cuando se encontraba en presencia del General Gutiérrez, aún se atrevió a exigirle que se rindieran y le entregaran los caudales de la plaza, pero, ante la firme contestación recibida: "Aún disponemos de hombres y municiones. Si se rinden serán tratados con humanidad, pero que en caso contrario no se les dará cuartel", Hood desistió de su actitud y accedió a capitular, siempre que "se le concedieran los honores de la guerra". Capitulación que luego refrendaría el propio Troubridge.

El Comandante General accedió a ello, pero con la condición de que aquella escuadra británica se comprometiera a no volver a atacar Tenerife ni a ninguna de las demás islas de Canarias.

Inmediatamente, una lancha ocupada por Samuel Hood y Carlos Adán, capitán de Mar del puerto de Santa Cruz, se dirigieron al Theseus, buque insignia británico, donde el contralmirante Nelson fue informado de las condiciones de la Capitulación, la cual aceptaría en todos sus términos, incluyendo el entregar en Cádiz cualquier informe que el Comandante General quisiera hacer llegar a la Península. Por este medio, la Corte española tuvo conocimiento de esta Gesta tinerfeña.

El Maestro Fray Juan de Iriarte y el Prior Carlos de Lugo fueron testigos de excepción de la Capitulación.