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Opinión

La vivienda, espacio de vida

La vivienda, espacio de vida.

La vivienda, espacio de vida. / El Día

Juan Manuel Palerm

La vivienda ha pasado, en apenas unas décadas, de ser un espacio para la vida a convertirse en una pieza más del engranaje financiero global. Este desplazamiento, que a menudo se justifica con la retórica del crecimiento económico y la eficiencia del mercado, ha vaciado de contenido cultural, social y humano uno de los ámbitos más fundamentales de la existencia: el hogar. Donde antes se hablaba de habitar, hoy se habla de rentabilidad; donde había muros que acogían biografías, ahora hay activos que se cotizan.

El mercado inmobiliario, tal como se concibe y gestiona actualmente, constituye un despropósito social y político. No solo porque convierte un derecho humano en un privilegio, sino porque corroe los cimientos de la convivencia urbana, transforma la ciudad en una máquina de expulsión y reduce la arquitectura a mera mercancía. La vivienda no es un bien suntuario ni una oportunidad de inversión: es un soporte vital, el espacio donde se desarrolla la intimidad, la convivencia y la memoria colectiva.

El papel del proyecto arquitectónico en esta transformación es decisivo. El proyecto no es un trámite técnico, sino un acto de mediación cultural. Entre la norma y la vida, entre la economía y el paisaje, el arquitecto traduce aspiraciones colectivas en espacio tangible. Su tarea no consiste en imponer formas, sino en construir sentido. Una vivienda bien proyectada puede no resolver todos los problemas sociales, pero puede mejorar la calidad de vida de quienes la habitan y dignificar el entorno que la acoge.

Jan Gehl, en Life Between Buildings (2011), recordaba que el espacio urbano más valioso es aquel que invita al encuentro. Por su parte, el urbanista y antropólogo Amos Rapoport (1969) lo expresó con claridad: «La vivienda no se limita a ser un objeto material; es un lugar donde se desarrolla la vida».

Sin embargo, la lógica económica dominante ha hecho exactamente lo contrario: ha reducido el espacio habitado a un producto intercambiable, sometido a las leyes impersonales de la oferta y la demanda, y ha convertido el acto de habitar en una operación de mercado. En este proceso, la arquitectura ha perdido su papel mediador, su dimensión cultural y su capacidad de imaginar futuros posibles.

En España, el artículo 47 de la Constitución reconoce el derecho de todos los ciudadanos a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Pero, en la práctica, este principio ha sido secuestrado por una política urbana que prioriza la especulación sobre la vida. Según el MITMA (2024), se construyeron unas 128.000 viviendas en 2024, cuando serían necesarias más de 300.000. La diferencia representa cientos de miles de vidas suspendidas entre la precariedad residencial y la imposibilidad de habitar dignamente.

De igual modo, la vivienda más valiosa es aquella que favorece la relación entre las personas. Por eso, el diseño arquitectónico debe extender su alcance más allá de los límites de la parcela. El hogar se prolonga en el espacio público: en la plaza, en la calle, en el patio común. Diseñar esos lugares de transición es diseñar convivencia. Una arquitectura de la vida cotidiana, modesta y sensible, puede tener más impacto social que cualquier monumento.

El desafío normativo sigue siendo enorme. La rigidez de los planes urbanísticos y la fragmentación institucional dificultan la innovación arquitectónica. Pero no es imposible cambiar. Se necesitan marcos adaptativos, objetivos de calidad e indicadores cualitativos obligatorios: confort, cohesión vecinal, sostenibilidad. También se requieren programas piloto con vivienda pública, cooperativas y co-diseño ciudadano.

La educación del habitar es otro componente esencial. Las escuelas de arquitectura deberían recuperar el pensamiento sobre la vivienda como hecho cultural y político. Enseñar a proyectar entornos de vida. Enseñar a observar el territorio insular, como demostró Christopher Alexander en A Pattern Language (1977): la arquitectura más duradera responde a patrones universales de vida.

La nueva Ley 12/2023 por el Derecho a la Vivienda introdujo medidas de control de precios, pero no ha logrado modificar la lógica estructural del sistema. Las políticas públicas siguen subordinadas a la rentabilidad inmobiliaria, y la administración tarda más de un año en conceder licencias de obra. El acceso a la vivienda se convierte en una carrera de obstáculos.

En Canarias, esta paradoja alcanza su máxima expresión. La comunidad vive una emergencia habitacional estructural: cerca de 210.000 viviendas vacías y más de 180.000 personas que necesitan un hogar digno (Cadena SER, 2024). El 67% del suelo de Las Palmas es no urbanizable (La Vanguardia, 2024), y los alquileres en Canarias consumen hasta el 40% del salario medio juvenil.

Lo que se está viviendo en las Islas Canarias no es una excepción, sino el espejo del fracaso de un modelo urbano que prioriza la ganancia sobre el bienestar. El turismo, en vez de ser un motor equilibrado, se ha convertido en un factor de presión. El parque inmobiliario se adapta al visitante, y el residente se ve expulsado a la periferia. Lo que David Harvey (2012) denominó “acumulación por desposesión”.

Esta situación no se explica solo por factores económicos o legales: es una transformación cultural profunda. La vivienda ha perdido su valor simbólico para convertirse en un objeto de consumo. Comprar casa ya no es tener un hogar, sino “invertir” o “asegurar el futuro”. Las palabras cambian, y con ellas, el sentido del habitar.

El resultado es una arquitectura uniforme, indiferente al lugar y a las personas. Pisos idénticos, tipologías repetidas, interiores precarios. Lo que se construye no es ciudad, sino mercancía. Jane Jacobs (1961) ya lo advirtió: «Las ciudades tienen la capacidad de proveer algo para todos, solo porque y solo cuando son creadas por todos».

Cuando la vivienda se diseña desde el capital financiero y no desde la vida, se rompe el equilibrio entre espacio, cultura y sociedad.

En Canarias, este desequilibrio se concreta en la desaparición de las casas tradicionales, la gentrificación de barrios como Vegueta o La Isleta, y la extensión de urbanizaciones sin transporte ni servicios. Cada promoción confirma que la vivienda ha pasado de ser una necesidad colectiva a un bien de lujo.

La mercantilización no es solo económica, sino humana. Vivir ya no es habitar, sino sobrevivir en el mercado: hipotecas a 30 años, alquileres asfixiantes, inseguridad jurídica. El hogar se convierte en carga.

El derecho a la vivienda se diluye en un discurso que promete acceso, pero no garantiza habitabilidad. En Canarias, la producción pública ha caído de más de 2.300 unidades anuales en los años 80 a apenas 208 entre 2021 y 2023. Mientras tanto, el turismo y la inversión extranjera multiplican la demanda de alojamiento temporal.

La arquitectura, en este contexto, corre el riesgo de volverse decorativa, sirviendo a intereses que la alejan de su razón de ser. Pero también puede reivindicarse. El proyecto, cuando se ejerce con conciencia, es responsabilidad social.

El proyecto arquitectónico, más que diseñar edificios, es formular respuestas espaciales y culturales a necesidades reales. En tiempos de mercantilización de la vivienda, proyectar con calidad es un acto político. Significa anteponer la habitabilidad al rendimiento, la sostenibilidad urbana a la especulación, la diversidad social al estándar.

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