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El silencio de las reformas que no cambian nada

La cabecera de una manifestación, a su paso por la sede de la Subdelegación del Gobierno en Santa Cruz de Tenerife.

La cabecera de una manifestación, a su paso por la sede de la Subdelegación del Gobierno en Santa Cruz de Tenerife. / María Pisaca

Pedro Afonso

Tras la última reforma laboral, el diagnóstico es claro: no hemos avanzado en lo esencial.

Las políticas activas de empleo siguen ancladas, la estructura del desempleo permanece intacta y la distribución de las horas de trabajo no se ha transformado. Cambian leyes, pero no actitudes; modifican normas, pero no comportamientos.

El problema no está solo en la temporalidad o en las fórmulas contractuales. Está en la ausencia de una verdadera política de recolocación, en la falta de acuerdos reales para mover el talento allí donde se necesita, y en la resignación con la que aceptamos que haya miles de vacantes sin cubrir —especialmente en la Administración Pública— mientras seguimos hablando de desempleo estructural.

En paralelo, emerge un grito silencioso pero ensordecedor: el de una juventud que se siente desplazada, fiscalmente agotada y emocionalmente distante del Estado.

Los datos recientes muestran una creciente polarización entre los jóvenes, cada vez más escépticos ante los impuestos y más tolerantes con el fraude fiscal. No porque quieran evadir, sino porque ya no confían en lo que reciben a cambio.

Este fenómeno debería obligarnos a una reflexión colectiva:

¿Quiénes están sosteniendo el futuro y quiénes lo están administrando?

Hoy el debate público está dominado por los cautivos: los cautivos de las pensiones, de las prestaciones, de los subsidios. Pero hay otra generación cautiva del mañana, que siente que aporta sin decidir, que trabaja sin ser escuchada y que paga sin ver retorno.

Y ahí se quiebra el sentido del contrato social.

No basta con hablar de redistribución del dinero: hay que redistribuir también la esperanza.

Porque la sostenibilidad no se construye solo con normas, sino con confianza.

Y la confianza nace cuando quienes empujan el país —los que emprenden, los que trabajan, los que consumen, los que invierte o los que estudian— sienten que su esfuerzo tiene un propósito común.

Hoy, más que una reforma laboral, necesitamos una reforma integral del empleo y del Estado.

Una que devuelva el valor al trabajo, a la responsabilidad compartida y al mérito.

Una que no enfrente generaciones, sino que las reconcilie en la tarea de reconstruir el futuro.

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