Veinte años de Dionisio Ridruejo (I)
Se cumplen 50 años de la muerte del político y escritor, cuyo perfil como falangista descontento con Franco protagoniza esta primera entrega

Veinte años de Dionisio Ridruejo. / El Día
Lázaro Santana
Un «falangista con ideales», activo durante la Guerra Civil, belicoso, pero sin pulsar el gatillo, sólo con ráfagas de discursos vibrantes y agitadores —alguien lo llamó el Goebbels hispánico— puede, pero, pese a su menuda figura, con mejor prestancia física que el cojitranco alemán, devoto de José Antonio Primo de Rivera y que tenía a Franco, a quien «todos despreciábamos», como «Padre de Paz en armas», en 1941, desencantado por la práctica abolición de Falange en la actividad del Gobierno, y en oposición al cariz que tomaba la política en España, distante de los ideales que predicaba El Ausente, renuncia a todos los cargos políticos que le deparaba el Régimen (se queda, como puntualiza su biógrafo, «sin empleo y sin sueldo») y decide enrolarse en la División Azul. Y eso lo hace, aclara nuevamente su biógrafo, para tratar de corregir la situación: «Piensa que las cosas podrían arreglarse todavía si se gana la guerra en Europa»; tal victoria suponía «el último recurso para hacer que nuestra propia guerra civil sirva para lo que tenía que haber servido.» En otras palabras: si Hitler ganaba la guerra, Franco, su agradecido pero esquivo aliado, modificaría el cariz represivo y antisocial de su política.
Tal peregrina deducción se expone en la página 20 de La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, de Jordi Gracia. Ridruejo fue un fervoroso fascista (palabra que él pronunciaba correctamente, a la italiana, con la c transmutada en una ch de silbido cristalino); pero, por mucho que aspirara a la victoria, dudo que la razón que lo condujo a Rusia fuera la de ayudar a Hitler a ganar la guerra. Poco podía hacer en ese sentido aquella tropa de la que formaba parte, una tropa apenas militar, sin preparación guerrera y con escasa o nula disciplina («el español es guerrero, pero no militar» escribe Ridruejo citando una sentencia de Ganivet.) Por otra parte, en sus viajes a Alemania, y especialmente el que hizo en tren y automóvil por media Europa hasta llegar a Rusia, Ridruejo pudo comprobar la realidad social y política que existía en los países conquistados por Hitler: el Führer no sólo había conculcado todas y cada una de las frágiles reglas del derecho internacional, que, mal que bien, mantenían un delgado equilibrio en la paz de Europa; en los países subyugados impuso, con la inestimable colaboración nativa, un régimen dictatorial; el ciudadano adicto recibía, y cumplía, órdenes; los adversarios eran eliminados, sin término medio. (Reparó en la agresividad con que se trataba a los judíos; y su observación al respecto es algo menos que ambigua: «En muchos brazos se ve el odioso brazalete amarillo con la estrella de Sión. Aquí —pobres gentes desamparadas— dan pena, pese a la repulsión que indudablemente produce en nosotros —por no sé qué atávico rencor— la ‘raza elegida’». La raíz cristiana de Ridruejo le hace sensible al dolor humano; pero no a la discriminación racial —o al plan de exterminio como se transformó finalmente la «cuestión judía»—. Ridruejo tuvo oportunidad de advertir que Hitler perpetraba a escala industrial lo que Franco hacía en su modesto ámbito doméstico. Suponer siquiera que la victoria nazifascita podría revertir la situación española es una creencia ingenua, cuando no una sólida estupidez. Esa victoria sólo recrudecería, y perpetuaría, la situación presente.
Lo que llevó a Ridruejo hasta la División Azul no implica ningún arcano: fue una especie de acto expiatorio, colectivo y personal. El colectivo: la pesadumbre, abrumadora seguramente, de que Franco, tras utilizar la fuerza bruta de las escuadras falangistas como carne de cañón en el frente, y para consolidar la represión en la retaguardia, ignorara luego a Falange hasta hacerla desaparecer como entidad ideológica y operativa políticamente; el acto que él organizara con éxito espectacular en 1939, mover el cadáver de José Antonio desde Alicante hasta Madrid, una versión que replicaba el formato kitsch de aquella otra peregrinación de Juana la Loca con los restos de Felipe el Hermoso por tierras de Castilla, sólo había servido para contribuir a la deificación del Mártir, pero no para considerar aplicable sus ideas de justicia social. La personal: durante la guerra, él, Ridruejo, se había mantenido en una situación cómoda, ostentando cargos importantes y sin riesgos (entre otros el de Jefe Nacional de Propaganda: según él se había convertido «de secuaz casi inerte de la situación política en actor más o menos responsable de ella»), mientras no pocos camaradas caían bajo las balas enemigas. Viajar a Rusia con la División Azul, al tiempo que se alejaba de la frustración que le infligían a diario los acontecimientos políticos, reparaba en parte aquella inhibición: iba a un lugar de combate; allí existía el peligro físico: quería demostrar que también podía arrostrarlo. Suposición que tampoco resultó correcta: aquejado de diversas dolencias, pasó más tiempo en hospitales de campaña y en Berlín que en el frente. Ridruejo llegó a familiarizarse muy bien con la capital alemana: al comienzo de Los cuadernos de Rusia, en unas vacaciones que disfruta durante su instrucción militar, escribe (anotación del 23 de agosto de 1941): «henos aquí en un Berlín mal conocido» (realmente no lo conocía tan mal: había estado allí en varias ocasiones anteriores); y el 21 de abril de 1942: «Me resulta extraño estar en una ciudad que casi me es familiar.» La extrañeza derivaba de la ignorancia del idioma; le impedía una comunicación fluida con los nativos. Al día siguiente, 22 de abril, ya estaba de vuelta en Madrid.
Ridruejo, después de admirar, y envidiar, la formidable y perfecta maquinaria que era el Ejercito alemán, y de jurar fidelidad y obediencia a Hitler, regresó a España convencido de que, si no era posible modificar la política del Estado haciéndola el brazo ejecutor del fascismo puro y duro que preconizaban Falange, y él mismo, con objeto de alcanzar aquella anhelada «unidad de destino en lo universal», sería necesario aligerarla del control que en ella ejercían las facciones más reaccionarias y católicas del Régimen, y abrirla a la participación de «otros» estamentos sociales de ideas más liberales, dentro de un orden. Expuso su plan en una entrevista con Franco, y posteriormente en una carta dirigida al mismo. (Encontrarse frente a frente con el Caudillo no suponía para Ridruejo una experiencia inédita; lo había hecho por lo menos en una ocasión anterior, y también para mostrarle un desacuerdo: la forma, que no el fondo, en que llevó a cabo el decreto de Unificación, en 1937.) Franco, cauto, pero no horro, de inteligencia, debió escuchar a Ridruejo sonriendo oblicuamente, sin despegar los labios, como hacia siempre. Incluso pudo causarle admiración que alguien se atreviera hacerle semejante propuesta. Después lo envió a un saludable confinamiento en Ronda; allí podría madurar su disidencia; pero fiel a la simpatía que experimentaba por el poeta, no se propasó en las exigencias de ese destierro; la «impertinente crudeza» de su exposición (así la adjetiva el mismo Ridruejo) no tendrá mayores consecuencias; incluso lo defendió en algunas ocasiones futuras. Señal de que por parte de Franco no había ninguna predisposición contraria a Ridruejo es que en 1946 ambos se reunieron de nuevo en El Pardo. De lo tratado en aquella entrevista no ha quedado constancia. Al parecer Ridruejo redactó un informe; pero ese documento, si existió, se ha perdido. Lo que sí es visible es que en esta ocasión no hubo ninguna medida de represalia; o, si hubo alguna iniciativa por parte de Franco, no fue precisamente de castigo: Ridruejo permaneció un tiempo viviendo entre Madrid y Barcelona, colaborando en todos los periódicos del Régimen, hasta que en 1948 se trasladó a Roma: allí ejerció hasta 1951 como corresponsal de Prensa del Movimiento. En puridad, Ridruejo no llegó a ser una «molestia» más o menos preocupante para el Régimen hasta después de 1956; en ese año, manipulado por el Partido Comunista, tomó parte en las revueltas estudiantiles ocurridas en Madrid, y se lo acusó de fundar un partido político, Acción Democrática. Fue entonces cuando comenzaron más en serio sus procesos y sus estancias en la cárcel, que se agravaron a partir de 1962, tras su participación en el «contubernio» de Múnich. Al regresar de Múnich tuvo que permanecer casi dos años en París, exiliado. Durante ese tiempo, los gastos de su residencia en la capital francesa fueron sufragados por el Centro de Documentación y de Estudios. Esta empresa, dirigida por Salvador de Madariaga, recibía financiación de la CIA.
- Guardia Civil alerta: 800 euros de multa por comprar en Aliexpress este artículo
- Espeluznante accidente en la TF-5 por la conducción imprudente en forma de zigzag de un conductor
- Encuentran el cuerpo de un hombre sin vida en un barranco en Tenerife
- La Palma atraviesa su periodo con mayor actividad volcánica en 4.000 años
- La primera iglesia ortodoxa canaria, la Sagrada Familia tinerfeña: sin concluir una obra que comenzó hace seis años
- Malestar en el casco de La Laguna con varias procesiones ‘rotas’ durante la Semana Santa
- Un gran espacio de ocio y viviendas accesibles: Santa Cruz licita por 6 millones las obras que transformarán La Salud Alto
- Una vivienda arde en llamas durante la noche en Tenerife