Opinión | Generación I
Irina Daria M.
Treinta días
Hace un mes que se fue Dulce Xerach, y aún cuesta asumir que ya no está. Representaba algo que escasea: una inteligencia comprometida con su tierra.

Dulce Xerach Pérez. / El Día
Hace un mes que se fue Dulce Xerach, y aún cuesta asumir que ya no está. No sólo porque era una figura pública —exconsejera, escritora, doctora en Arquitectura, gestora cultural—, y para mí una madre y mentora, sino porque representaba algo que escasea: una inteligencia comprometida con su tierra. Dulce no concebía la cultura como un adorno, sino como una infraestructura esencial de lo humano y de lo político.
Su marcha ha dejado un silencio extraño, de esos que no llenan ni los homenajes ni las necrológicas. Quizá porque su voz tenía algo de incómodo: pensaba, escribía y actuaba desde la disidencia, desde esa periferia insular que ella transformó en centro. Cuando hablaba del paisaje, no lo hacía en clave poética, sino geopolítica. Sabía que el territorio es también una forma de identidad, de pertenencia, de poder. Y que la cultura debía ser la herramienta para equilibrar esas tensiones.
Gracias a Dulce nació también lo que llamamos la Generación I, un grupo de escritoras que ella impulsó y articuló con la lucidez de quien entiende que la literatura no se sostiene sola. Ella nos reunió, nos dio un marco, una identidad y, sobre todo, una dirección: escribir desde la insularidad como afirmación, no como límite.
Dulce fue, sobre todo, una intelectual con método. Entendía la gestión cultural como un sistema complejo, con variables sociales, económicas y arquitectónicas. Y por eso su labor dejó estructuras —TEA, El Tanque— que hoy sostienen parte del tejido cultural de Tenerife. No eran proyectos estéticos, sino modelos de pensamiento urbano, cultural y simbólico.
Sin embargo, lo que más duele de su ausencia no es sólo la pérdida de una mente brillante, sino el vacío de una interlocutora crítica. En un tiempo en que la política cultural se disuelve entre eslóganes y burocracia, Dulce Xerach aportaba densidad, rigor y visión a largo plazo.
Hace un mes que se fue, y su ausencia obliga a pensar qué hacemos con su legado. Tal vez el mejor homenaje sea asumir su método: trabajar con disciplina, pensar con libertad y recordar que el arte y la cultura no son lujos, sino las estructuras invisibles que mantienen viva una sociedad.
Porque, en el fondo, lo que Dulce nos enseñó fue eso: que la cultura, si no transforma, no sirve.
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