Opinión
¿Se adelanta el reloj electoral?
En Moncloa piensan que Junts solo está montándose una película, o sea, negociando. Pero es posible que sí estén dispuestos a dar una patada al tablero que les está perjudicando electoralmente

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una reunión del grupo parlamentario socialista en el Congreso de los Diputados. / José Luis Roca / EPC
«Deje de vender lo del cambio de hora y hablemos de la hora del cambio». La frase, casi literal, es de la portavoz de Junts, Miriam Nogueras, que esta semana le propinó una somanta de palos al presidente que su partido mantiene en Moncloa. Los viejos aliados embrearon a Sánchez a base de bien, criticando que se haya envuelto demagógicamente en la bandera palestina, que persiga a los autónomos, que haya prometido cientos de miles de pisos sin haber construido ninguno o que haya pagado el rescate de “las estrellitas de la flotilla” que se fue a Gaza nadie sabe a qué.
Sánchez aguantó estoicamente, con ese aspecto hierático de pintura de El Greco que se le ha puesto. Pero la cuerda está a punto de romperse. Los enviados del Gobierno al santuario de Puigdemont en Waterloo, en su “casa de la república catalana”, no han conseguido el milagro. Porque lo que exige el inquilino no es posible.
La constatación de que a los españoles todo les importa realmente un higo convenció a Pedro Sánchez de que pactar con los herederos de ETA no suponía ningún coste, a pesar de la histeria de la derecha. Y que entregarle piezas del Estado a los independentistas catalanes tampoco le importaba a nadie, si el Madrid ganaba “el clásico”. ¿Y la corrupción? Tampoco. Sánchez se ha ilustrado de que en este país no se castiga electoralmente a los chorizos. Y que todo se olvida. Solo basta con poner un nuevo escándalo sobre la mesa de los informativos para que desaparezca el anterior.
Lo que le ha cogido a traspiés es el morbo. Porque siendo que los españoles prefieren Netflix a la política, basta que les pongas frente a una historia de cuernos, de sexo y de escándalos, para llevarte la audiencia. Y eso es lo que ha descosido al Sanchismo. No es que tenga a dos secretarios de organización socialistas imputados por corrupción; es que tiene a dos amigotes metidos en un jaleo de chistorras en efectivo, chicas de compañía enchufadas en empresas públicas y audios con un lenguaje que envidiaría un laja colombiano de importación.
La gente puede entender que eches una mano a tu mujer. Incluso que permitas que coloquen a tu hermano a la sombra de un sueldito público. Un golfo simpático puede ser protagonista de una película. Un primo no. Es un secundario perdido, más perdido que Carracuca.
Al principio de la égira sanchista se prometió luz y taquígrafos. Sacar la política de la oscuridad donde la tenía la derecha y acabar con las cloacas del Estado donde se movía el Gobierno de Mariano Rajoy. Pero los servicios de limpieza han resultado dignos de Pepe Guerra y Otilio, con esa tal Leire Díez, que más que una fontanera parece un personaje de cómic. Y por mucho que resuciten a Pablo Iglesias en los medios públicos, a ver si levanta la izquierda fracasada con Yolanda Díaz, el negocio pinta muy mal.
Puigdemont ha puesto precio a sus votos. No solo para la aprobación de los Presupuestos del año que viene, sino para cualquier propuesta del Gobierno. Hace solo unas semanas quería una foto dándose el pico con Pedro Sánchez. Un Rubiales, vaya. Y como el Playmóbil no puede entrar en España, Sánchez tendría que acceder a visitarle en el santuario belga. O sea, el gesto definitivo: la rendición de Breda. Del Greco a Velázquez, y aún faltaría El Bosco. Pero el precio ha subido, a causa de la inflación electoral.
En Moncloa piensan que Junts solo está montándose una película, o sea, negociando. Pero es posible que sí estén dispuestos a dar una patada al tablero que les está perjudicando electoralmente. Puigdemont necesita la amnistía, pero también quiere regresar con la independencia fiscal de Cataluña bajo el brazo. El paso previo hacia una desconexión progresiva de España. Porque ha aprendido, a las malas, que no hay que confundir el culo con las témporas: en vez de declararse pomposamente independientes, para aguantar solo ocho segundos, es más práctico llegar a serlo sin declaraciones rimbombantes.
Pasta y perdón. O perdón y pasta. El Sanchismo está entre la espada y la pared. Y mientras la pared no se mueve —cosa común en las paredes— la punta de la espada ya hace sangre.
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