Opinión
Los hijos putativos del Sanchismo
El problema de España no es la desigualdad territorial y económica, que se da en casi todos los países del mundo. Es que ha consagrado la disimetría a golpe de chantaje

El presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en la clausura del congreso de los socialistas europeos, a 18 de octubre de 2025, Ámsterdam (España). / EUROPA PRESS
De la España invertebrada de Ortega, pasando por los cuarenta años de autarquía de Franco que acabaron en una tromboflebitis, aterrizamos en lo que Ferrán Requejo llamó la España asimétrica: un Estado democrático plurinacional que tuvo un parto complicado. El feto venía de culo y sin frenos y en el parto de la transición nació un niño con una grave anomalía en la zona del País Vasco y Navarra, que obtuvieron la independencia fiscal en la propia Constitución del 78. O sea, en el mismo paritorio. El resto fue café para todos. Un régimen común basado en la cohabitación de una administración central con un régimen de autogobiernos territoriales.
El paso de medio siglo ha convertido a España en algo que, como diría Alfonso Guerra, no reconocería ni la madre que la parió. La asimetría se ha convertido en disimetría y las desigualdades se han acentuado como resultado de una configuración política superada por la realidad.
El Senado ha naufragado en la irrelevancia como cámara de los territorios. Su papel se ha esfumado, sustituido a todos los niveles por el Congreso de los Diputados, que se ha convertido en la verdadera cámara territorial. El voto de la transición otorgó mayor poder a los partidos centralistas –que se llaman de Estado–, pero el paso de los años le ha dado mayor protagonismo a las periferias. El gobierno del todo está hoy en manos de algunas de sus partes. Y ya se sabe que el que parte y reparte siempre se lleva la mejor parte.
Nadie se ha planteado una reforma constitucional, a pesar de un texto que padece serios anacronismos –la sucesión en la Monarquía, sin ir más lejos– que deberían adaptarse a los nuevos tiempos. No se hace porque se trata de un asunto de riesgo. Hoy no existe la posibilidad de alcanzar un consenso entre gente que se quiere matar casi literalmente. Por eso –porque la necesidad crea el órgano– la Constitución se está cambiando a martillazos utilitarios y en función del interés del Gobierno. Estirando el chicle hasta que un día se rompa.
Algo tan sencillo, aparentemente, como sustituir el caducado Sistema de Financiación Autonómico es una tarea imposible. ¡Si ni siquiera se han aprobado unos Presupuestos en toda la legislatura! Detrás del reparto del dinero está la idea misma de un país en estado de coma. Un Estado crepuscular que ha sido superado por el peso político de territorios que aspiran a convertir la autonomía, por el sistema de los hechos consumados, en un régimen federal y asimétrico.
Como dijo Deng Xiaoping cuando quiso abrir China al capitalismo en los años sesenta: “Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones.” Cualquier modelo de Estado es bueno si funciona. Pero moverse por la permanente indefinición y el conflicto, en un escenario protagonizado por solo tres actores –el eje Madrid, País Vasco y Cataluña– es una receta segura para el fracaso.
La igualdad, contra lo que se piensa, es incompatible con la libertad. Porque para ser iguales hay que tratar desigualmente a los desiguales. O sea, limitar los bienes o talentos de unos para aumentar los de otros menos favorecidos o menos competentes. Se puede, en libertad, garantizar la igualdad de derechos, pero no la igualdad de resultados. Diez personas pueden correr cinco kilómetros con las mismas zapatillas de deporte, pero unas llegarán primero y otras después. Imponer que todas lleguen al mismo tiempo exige que frenemos a quienes son más rápidos para que entren en la meta al mismo tiempo que el último clasificado. No hay nada más igualitario, sin duda. Y tampoco más injusto y menos libre, como le diría la liebre a la tortuga.
El problema de España no es la desigualdad territorial y económica, que se da en casi todos los países del mundo. Es que ha consagrado la disimetría a golpe de chantaje. Y así, ni el Estado centralista termina de morir ni el nuevo Estado federal termina de nacer. Y es en ese territorio de penumbras e indefinición donde nacen los monstruos. Esos que un día, por la inexorable ley del péndulo, nos intentarán devolver hacia la España, una, grande y libre. Serán los hijos putativos del Sanchismo.
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