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Opinión | El recorte

Todo sigue igual

Durante muchos años, el buenismo occidental se ha negado a entender que luchar contra el extremismo islámico no es xenofobia, porque no se combate una raza sino una religión medieval que predica la liquidación de los infieles

La liberación de los primeros rehenes de Hamás en Gaza, en imágenes.

La liberación de los primeros rehenes de Hamás en Gaza, en imágenes. / ATEF SAFADI / EFE

Emociona que las televisiones, que nos han ofrecido las imágenes más descarnadas de la masacre de Gaza –padres que llevaban en sus brazos los cadáveres ensangrentados de sus pequeños asesinados por los bombardeos–, hayan tenido la delicadeza, «por respeto» a las víctimas, de censurar las imágenes de los rehenes liberados por Hamás. Espectros desnutridos que un día fueron seres humanos pero que, no obstante, han tenido mejor suerte que las mujeres violadas y asesinadas o los otros secuestrados fallecidos de hambre. Tampoco dieron las ejecuciones públicas de ciudadanos palestinos a manos de los terroristas.

Alguien muy mal pensado podría creer que la censura de esas imágenes fue una condición impuesta por Hamás a la Cruz Roja Internacional. Al grupo terrorista no le interesa el impacto mediático de las secuelas sufridas por los secuestrados. Como tampoco quieren que se vea el asalto a los camiones de ayuda humanitaria, cuya mercancía queda en manos de bandas que impiden la distribución entre las personas más vulnerables y hambrientas de la Franja. Porque la comida cae mayoritariamente en manos de Hamás, que es quien la comercializa y distribuye entre los suyos.

Los prebostes del mundo viajaron a Egipto en sus aviones oficiales, felicitándose con palmaditas en la espalda por el logro de una paz duradera y posando para la inmortalidad digital. Una vez más, después de tanta sangre derramada, la crisis de Palestina se ha cerrado en falso. Israel ha practicado otra de sus sangrientas y obstinadas campañas de castigo. Los judíos creen que es la única forma en que puede sobrevivir un pequeño Estado de apenas diez millones de habitantes rodeados de más de cien millones de musulmanes. La creación de los dos Estados, para permitir la coexistencia entre palestinos y judíos, está muy lejos de ser realidad. Tan lejos como lo estuvo en 1947, cuando no lo permitían los países árabes. Hoy es Israel quien se opone con uñas y dientes a permitir un incómodo vecino. Nada ha cambiado. Excepto que el terrorismo islamista ha conquistado nuevos espacios de opinión.

El postureo estético del kufiya o pañuelo palestino, que puso de moda Yasir Arafat, es propaganda occidental de autoconsumo. Tan inútil como la huelga convocada tarde y mal por los sindicatos españoles. Si algo han demostrado las sanciones internacionales a Rusia es que los mismos que las ponen las incumplen. Asegurar la paz entre palestinos y judíos implica juzgar a los criminales, negociar con Israel y erradicar de su influyente papel a los terroristas de Hamás que han radicalizado el conflicto.

Durante muchos años, el buenismo occidental se ha negado a entender que luchar contra el extremismo islámico no es xenofobia, porque no se combate una raza sino una religión medieval que predica la liquidación de los infieles. Como dijo Oriana Falacci, pensar que existe un Islam bueno y uno malo es una manera como otra cualquiera de ser iluso. Solo hay uno. El que aplasta a las sociedades donde gobierna. El que trajo la muerte a nuestras calles. A las Torres Gemelas, al metro de Londres, a Bataclán, a Atocha, a las Ramblas de Barcelona. Y volverán. Porque seguimos ciegos.

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