Opinión | Epígrafe
La edad del aprendizaje

El aprendizaje en los adultos mayores
Se suele pensar que aprender es cosa de jóvenes, como si la vida entera no fuera una escuela continua. Sin embargo, la experiencia demuestra lo contrario: cuando la edad avanza, el deseo de comprender, de descubrir y de compartir puede adquirir una hondura nueva, quizá más serena, quizá más libre. Aprender de mayores no es un capricho, es un acto de dignidad.
El conocimiento no caduca con los años. Lo que caduca es la idea de que el saber solo sirve para la productividad inmediata o para la carrera profesional. En la madurez, aprender ya no es competir, sino crecer. Y esa diferencia cambia el tono del aula: se pasa de la presión a la pasión, de la obligación al gozo.
Por eso son tan valiosas iniciativas como las que, desde hace años, promueve la Universidad de La Laguna con su ciclo de formación para mayores y jubilados. Allí se cultiva un espacio que no mide la edad, sino la curiosidad. Un lugar donde la vida entera se reconoce como materia de estudio y la memoria se mezcla con la creatividad.
En esos programas, la formación no es solo transmisión de conocimientos, sino apertura de horizontes. Quien se sienta en un aula siendo mayor descubre que nunca es tarde para hacerse preguntas nuevas, para abrir caminos distintos, para dar un paso más en ese proceso inacabable de comprender el mundo y comprenderse a sí mismo.
La propuesta de “pensar con rigor para vivir de forma creativa” expresa muy bien este espíritu. Aprender a pensar no es un ejercicio frío ni académico, sino la condición para vivir con más libertad, con más alegría y con más capacidad de aportar al entorno. La creatividad no es privilegio de unos pocos artistas: es un modo de vivir, y se despierta allí donde el pensamiento se afina y se hace riguroso.
Hay un humanista, Alfonso López Quintás, que ha insistido en esta idea: el rigor en el pensamiento no limita, sino que libera; no estrecha, sino que multiplica las posibilidades de la vida. Cuando el pensamiento se vuelve creativo, la existencia entera se enriquece. Y quizá la edad madura, con su experiencia acumulada, sea el mejor terreno para que florezca esta sabiduría.
De este modo, la formación en la madurez no es un lujo, sino un servicio a la sociedad. Personas mayores que piensan con rigor y viven con creatividad no solo se enriquecen a sí mismas: también enriquecen la vida común, aportan perspectiva, serenidad y lucidez en un tiempo tantas veces dominado por la prisa y la superficialidad.
Seguir aprendiendo es, en definitiva, seguir viviendo. Y hacerlo en comunidad, en la universidad, es reconocer que la vida compartida es siempre más fecunda que la soledad. En esa escuela que nunca se cierra, cada edad tiene su sabiduría y cada persona su oportunidad. Porque mientras haya preguntas, habrá vida; y mientras haya deseo de aprender, habrá esperanza.
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