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Opinión

¿Buenos y malos? No hay buenos

Vista de la manifestación por Palestina convocada por la Asociación Hispano Palestina Jerusalén – AHPJ, la Red Solidaria Contra la Ocupación de Palestina – RESCOP, la Campaña por el Embargo de armas a Israel, y las Asambleas de Madrid con Palestina, este sábado en Madrid.-EFE/ Fernando Villar

Vista de la manifestación por Palestina convocada por la Asociación Hispano Palestina Jerusalén – AHPJ, la Red Solidaria Contra la Ocupación de Palestina – RESCOP, la Campaña por el Embargo de armas a Israel, y las Asambleas de Madrid con Palestina, este sábado en Madrid.-EFE/ Fernando Villar / FERNANDO VILLAR / EFE

El territorio de Palestina nunca fue una nación, en el concepto moderno de Estado. Pasó del imperio otomano a las zarpas de Gran Bretaña, en una especie de protectorado, y desde finales del siglo XIX recibió una permanente migración de judíos que huían de las persecuciones que sufrieron por toda Europa, especialmente en Rusia. Antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto judío, la migración fue masiva. ¿Por qué iban? Porque era la tierra bíblica de los judíos: Canaán, que abarca lo que hoy ocupan Israel, Cisjordania y la Franja de Gaza.

La coexistencia entre árabes y judíos fue difícil. Y a veces violenta. Los conflictos se multiplicaron hasta el punto de que en 1947, Naciones Unidas “recomendó” la creación de dos estados, uno palestino y otro judío. Ben Gurión, mítico líder israelí, aprovechó para declarar el Estado Judío apenas seis meses más tarde. Pero los países árabes se negaron a aceptar la solución de los dos estados. Tropas egipcias, iraquíes, libanesas, sirias y transjordanas —Transjordania quería merendarse el territorio palestino que hoy se conoce como Cisjordania— comenzaron un ataque conjunto contra el nuevo estado de Israel.

La cosa no salió como esperaban. En esa guerra de 1948 los judíos se defendieron como un gato panza arriba y el primer choque quedó en tablas. Después siguieron los tiros, pero con un ejército israelí convertido ya en una potencia temible. Primero vino el choque con Egipto. Luego la Guerra de los Seis Días. Después la del Yom Kipur. Después la del Líbano… No es una historia de buenos y malos, como se presenta a la gente. Porque no hay buenos. Hay miles de tumbas abiertas por la excavadora del odio que se han profesado árabes y judíos a lo largo del último siglo. Y a todas estas: los palestinos fueron irrelevantes no solo para los judíos, sino también para los vecinos países árabes.

Los palestinos se organizaron entonces, en sus dos principales asentamientos, Gaza y Cisjordania. Primero crearon Fatah, un grupo armado por la liberación. Y años más tarde, apoyada por los países árabes, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Y empezaron acciones armadas contra los judíos, que terminarían derivando en puro terrorismo. Antes de eso, bajo el mandato de Yasir Arafat, como líder de la OLP, la paz estuvo más cerca que nunca. Y eso que Arafat llevaba un ramo de olivo en una mano y un fusil en la otra. Pero no pudo ser. Tras la muerte del anciano líder, premio Nobel de la Paz, Cisjordania siguió bajo el mando de la Autoridad Palestina, pero Gaza terminó cayendo en manos de un grupo extremista islámico, Hamás. Una organización terrorista que junto a otras, como Hezbolá y la Yihad Islámica Palestina, comparten el deseo de extinguir a los judíos de la faz de ‘su’ tierra.

El mundo dejó de mirar. Pero en Palestina no se dejó de matar. El guion era siempre el mismo: comandos suicidas, atentados dispersos contra los judíos y represalias de Israel. Sin embargo, una acción vino a cambiarlo todo. El 7 de octubre de 2023, en el aniversario de la guerra del Yom Kipur, Hamás realizó un gran ataque contra Israel, con dos mil soldados que salieron desde Gaza, causando 1.139 víctimas, en su gran mayoría civiles, y secuestrando a 253 personas. La respuesta a esa provocación fue demoledora.

El primer dato objetivo es que con el actual poderío militar de Israel podría haber convertido la Franja de Gaza en una ruina humeante en muy pocos días. En cambio, el presidente Netanyahu decidió realizar lo que denominó “ataques selectivos” para eliminar a los terroristas de Hamás. Era algo fácil de decir e imposible de hacer. Tanto el Gobierno de Israel como sus militares saben que Hamás, en Gaza, se confunde con sus dos millones de habitantes. Y saben que los civiles son su escudo humano. Así que, más allá de las palabras, el número de víctimas inocentes se volvió simplemente insoportable. Y la venganza se convirtió en matanza ilegítima y repugnante para cualquier país democrático. Un detalle importante es que Israel es una democracia.

El imprevisible y excesivo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fiel aliado judío, decidió escenificar el fin del conflicto. Y ha logrado, con su pomposa manera de hacer las cosas, imponer la paz; detener la masacre y liberar a los rehenes supervivientes. No es poco.

Con ello se ha desvelado la hipocresía de una parte de los políticos progresistas europeos que en vez de celebrarlo mascullan insatisfechos porque se les acabó una causa, resuelta por un presidente populista de extrema derecha al que detestan. Pero se equivocan, porque no ha terminado todo. Netanyahu y parte de su gobierno tendrán que responder ante la Justicia internacional por la muerte de decenas de miles de inocentes. Y Hamás, el grupo terrorista palestino, será perseguido hasta debajo de las piedras para responder, también, de sus propios crímenes. Que no se quiten el pañuelo.

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